-Tus palabras, lo reconozco, han sido amables. Temo, sin embargo, que no has pensado suficientemente bien lo que decías. Y menos aún lo que yo decía. Escucha siempre con atención, Max, las palabras que dicen las mujeres mientras son folladas. Si no hablan, bien, entonces no tienes nada que escuchar y probablemente no tendrás nada que pensar, pero si hablan, aunque sólo sea un murmullo, escucha sus palabras y piensa en ellas, piensa en su significado, piensa en lo que dicen y en lo que no dicen, intenta comprender qué es lo que en realidad quieren decir. Las mujeres son putas asesinas, Max, son monos ateridos de frío que contemplan el horizonte desde un árbol enfermo, son princesas que te buscan en la oscuridad, llorando, indagando las palabras que nunca podrán decir. En el equívoco vivimos y planeamos nuestros ciclos de vida. Para tus amigos, Max, en ese estadio que ahora se comprime en tu memoria como el símbolo de la pesadilla, yo sólo fui una buscona extraña, un estadio dentro del estadio, al que algunos llegan después de bailar una conga con la camiseta enrollada en la cintura o en el cuello. Para ti yo fui una princesa en la Gran Avenida fragmentada ahora por el viento y el miedo (de tal modo que la avenida en tu cabeza ahora es el túnel del tiempo), el trofeo particular después de una noche mágica colectiva. Para la policía seré una página en blanco. Nadie comprenderá jamás mis palabras de amor. Tú, Max, ¿recuerdas algo de lo que te dije mientras me la metías?
-(El tipo mueve la cabeza, la señal es claramente afirmativa, sus ojos húmedos dicen que sí, sus hombros tensos, su vientre, sus piernas que no dejan de moverse mientras ella no lo mira, tratando de desatarse, su yugular que palpita).

Roberto Bolaño. "Putas asesinas", en _Putas asesinas_. Anagrama, Barcelona, 2001.
Para calmar a esa chica y conseguir que me escuche le cuento la historia de mi pez. El de ahora es el pez seiscientos cuarenta y uno de toda una vida de peces. Mis padres me compraron el primero para enseñarme a amar y cuidar otra criatura del Señor. Pasados seiscientos cuarenta peces, lo único que sé es que todo lo que uno ama se muere. Cuando conoces a alguien especial, puedes estar seguro de que un día caerá muerto al suelo.

Chuck Palahniuk. _Superviviente_. Muchnik Editores, Barcelona, 1999.
Pero en el río las orillas destellan, lentas, como señales: cabrillean. El mar es único y el mismo, siempre. No se mueven más que sus límites, y en el lugar, y cuando avanza una orilla, es todo el mar el que avanza. Nos paramos frente al mar, que nos contempla. Pero estamos siempre al costado del río que pasa sin mirarnos, desdeñosamente.

Juan José Saer. "Balnearios" en _La mayor_, Seis Barral, Buenos Aires, 1998.
Siempre sucedía que la tierra sobre la que dormíamos estaba caliente. Y la carne de Natalia, la esposa de mi hermano Tanilo, se calentaba en seguida con el calor de la tierra. Luego aquellos dos calores juntos quemaban y lo hacían a uno despertar de su sueño. Entonces mis manos iban detrás de ella; iban y venían por encima de ese como rescoldo que era ella; primero suavemente, pero después la apretaban como si quisieran exprimirle la sangre. Así una y otra vez, noche tras noche, hasta que llegaba la madrugada y el viento frío apagaba la lumbre de nuestros cuerpos. Eso hacíamos Natalia y yo a un lado del camino de Talpa, cuando llevamos a Tanilo para que la Virgen lo aliviara.

Juan Rulfo. "Talpa", en _El Llano en llamas_, Anagrama, Barcelona, 1998.
Verse y amarse locamente fue una sola cosa.
Ella tenía los colmillos largos y afilados.
Él tenía la piel blanda y suave: estaban hechos el uno para el otro.

Poli Délano. "A primera vista", en _Puro cuento_, enero/febrero 1992.
Se sentía excitada, pero con miedo. Siempre, las mujeres pensamos que nosotras somos las únicas que tenemos miedo, se dijo. Los hombres son la seguridad, el sexo fuerte; nosotras somos lo incierto, el sexo débil. ¿Será verdad? Respóndeme papacito, háblame, y ay, qué tipo más sabroso. ¿Me dirá algo? ¿Le voy a responder? Tiene linda boca. y entreabrió los ojos, justo cuando empezaba a imaginar la pinga del fulano. Era alto, grande, fuerte. Bien podía ser un mequetrefe, pero no lo parecía. Había algo en él que la atemorizaba. ¿Cómo sería -se preguntaba con insistencia- puesto a trabajar en una cama? ¿ y su pinga? Muchas veces los hombres son completamente decepcionantes: cuando no se disculpan por que la tienen chica, hacen advertencias por si acaso no se les para; o bien la tienen como de madera pero no la saben usar. O si no, son faltos de imaginación, tanto como la mayoría de las mujeres. Eso, se dijo, eso es lo grave: la falta de imaginación que todos tenemos. Se pasó la lengua por la boca. ¿ Por qué lo provocaba? ¿Por qué se excitaba al coquetearlo, si también ella sentía miedo? Si cada vez que un hombre la abordaba sentía esa cosa hermosa, gratificante, de comprobar su poder, pero a la vez temía, no sabía bien qué, pero temía como una niñita perdida de sus papás. ¡Ah, si el tipo la mirara en ese preciso instante, en que con los ojos cerrados se pasaba la lengua por los labios, já, se volvería loco! Seguramente, estaba pensando en cómo iniciar la charla, y ¿qué le diría ? Ellos siempre creen que son originales, pero siempre dicen lo mismo. Todos, lo mismo. y una, siguiéndoles la corriente sólo si el chico nos interesa, pero también diciendo lo mismo. Los hombres -amplió la sonrisa, escondió la lengua- son como animalitos: torpes, previsibles, encantadores. Pero también terríficos, peligrosos cuando adquieren fuerza o cuando se ponen tontos. Que es lo que casi siempre les ocurre.
Entonces pensó en mirarlo a los ojos. No le diría nada, no necesitaba hablar. Sencillamente le regalaría una mirada, una media sonrisa y bajaría los ojos. Eso sería suficiente para que él supiera que podía empezar su jueguito. Y vaya que se lo seguiría. Pero decidió pestañear primero, por si él la miraba en ese instante; sería como un aviso, ya la vez una incitación. Si mantenía su mirada al ser mirado y luego le hablaba, cielos, ese tipo valía la pena.

Mempo Giardinelli. "Sentimental Journey", en _10 relatos eróticos_. Plaza & Janés, Barcelona, 1996.
A Toby le gusta ver pasar a la muchacha rubia por el patio. Levanta la cabeza y remueve un poco la cola, pero después se queda muy quieto, siguiendo con los ojos la fina sombra que a su vez va siguiendo a la muchacha rubia por las baldosas del patio. En la habitación hace fresco, y Toby detesta el sol de la siesta; ni siquiera le gusta que la gente ande levantada a esa hora, y la única excepción es la muchacha rubia. Para Toby la muchacha rubia puede hacer lo que se le antoje. Remueve otra vez la cola, satisfecho de haberla visto, y suspira.
Es simplemente feliz, la muchacha ha pasado por el patio, él la ha visto un instante, ha seguido con sus grandes ojos avellana la sombra en las baldosas.
Tal vez la muchacha rubia vuelva a pasar. Toby suspira de nuevo, sacude un momento la cabeza como para espantar una mosca, mete el pincel en el tarro y sigue aplicando la cola a la madera terciada.

Julio Cortázar, "Patio de tarde", en _La vuelta al día en 80 mundos_.
Allá arriba, en el cielo, las cortinas ondularon, las cortinas ondularon, las cortinas ondularon y Mona Lisa entró por un extremo de una pequeña sala en la que colgaban muchas cortinas.
Allá arriba, en el cielo, las cortinas ondularon, ondularon, ondularon, y el Buda entró en la sala por el otro extremo.
Se sonrieron.

Spencer Holst. "Mona Lisa encuentra a Buda", en _El idioma de los gatos_, Ed. de la Flor, Buenos Aires, 1999.
"Puto el que lee esto."
Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennesse Williams, ni el pelotudo de Góngora.
Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido continuar el relato, ahí me hubiese tenido a mí como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo. "Puto el que lee esto", y a otra cosa. Si te gusta bien y si no también, a otra cosa, mariposa. Hacete cargo y si no, jodete. Hablan de aquel famoso comienzo de Cien años de soledad, la novelita rococó del gran Gabo. "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento..." Mierda. Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un baño público, es muy superior y no pertenece seguramente a nadie salido de un taller literario o de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan hablando de Ross Macdonald.

Ojalá se me hubiese ocurrido a mí un comienzo semejante. Ése es el golpe que necesita un lector para quedar inmovilizado. Un buen patadón en los huevos que le quite el aliento y lo paralice. Ahí tenés, escapate ahora, dejá el libro y abandoname si podés.
No me muevo bajo la influencia de consejos de maricones como Joyce o el inútil de Tolstoi. Yo sigo la línea marcada por un grande, Carlos Monzón, el fantástico campeón de los medio medianos. Pumba y a la lona. Paf... el piñazo en medio de la jeta y hombre al suelo. Carlitos lo decía claramente, con esa forma tan clara que tenía para hablar: "Para mí el rival es un tipo que le quiere sacar el pan de la boca a mis hijos". Y a un hijo de puta que pretenda eso hay que matarlo, estoy de acuerdo.
El lector no es mi amigo. El lector es alguien que le debe comprar el pan a mis hijos leyendo mis libros. Así de simple. Todo lo demás es cartón pintado. Entonces no se puede admitir que alguien comience a leer un libro escrito por uno y lo abandone. O que lo hojee en una librería, lea el comienzo, lo cierre y se vaya como el más perfecto de los cobardes. Allí tiene que quedar atrapado, preso, pegoteado. "Puto el que lee esto". Que sienta un golpe en el pecho y se dé por aludido, si tiene dignidad y algo de virilidad en los cojones.
"Es un golpe bajo", dirá algún crítico amanerado, de ésos que gustan de Graham Green o Kundera, de los que se masturban con Marguerite Yourcenar, de los que leen Paris Review y están suscriptos a Le Monde Diplomatique. ¡Sí, señor -les contesto-, es un golpe bajo! Y voy a pegarles uno, cien, mil golpes bajos, para que me presten atención de una vez por todas. Hay millones de libros en los estantes, es increíble la cantidad alucinante de pelotudos que escriben hoy por hoy en el mundo y que se suman a los que ya han escrito y escribirán. Y los que han muerto, los cementerios están repletos de literatos. No se contentan con haber saturado sus épocas con sus cuentos, ensayos y novelas, no. Todos aspiraron a la posteridad, todos querían la gloria inmortal, todos nos dejaron los millones de libros repulsivos, polvorientos, descuajeringados, rotosos, encuadernados en telas apolilladas, con punteras de cuero, que aún joden y joden en los estantes de las librerías. Nadie decidió, modesto, incinerarse con sus escritos. Decir "me voy con rumbo a la quinta del Ñato y me llevo conmigo todo lo que escribí, no los molesto más con mi producción", no. Ahí están los libros de Moliere, de Cervantes, de Mallea, de Corín Tellado, jodiendo, rompiendo las pelotas todavía en las mesas de saldos.

Roberto Fontanarosa. "Palabras iniciales", en _Usted no me lo va a creer_, Ed. de la Flor, Buenos Aires, 2003.
Con la distancia las palabras se desgastan, van perdiendo la aspereza de sus señas, silla ya no es la desvencijada silla de paja a la que Diana se encaramaba para mirar por la ventana en la casa de su abuela ni la veleidosa e incómoda en la que alguien (que tampoco es, en rigor, la persona de ahora) se sentaba a escribir en el tiempo en que la historia de Leonora -y otras historias- aún no habían devastado su cara y su alma. A veces quedan retazos, el fulgor de las cosas acechando en la palabras, un vestigio de antiguas panaderías aromando fugazmente la palabra pan, una avalancha de aire jubiloso en ventarrón. O hay palabras afortunadas -brumoso, sombra, pájaro, mar- que guardan en su música el hechizo intacto de todo pájaro o del mar. Pero casi siempre las palabras devienen algo terso, más melodioso o menos desdichado o más emblemático que aquello preciso que les dio origen.

Liliana Heker. _El fin de la historia_. Alfaguara, Buenos Aires, 1996.
Mario tenía un modo de hablar bastante precipitado, comiéndose sílabas y palabras enteras. Pero estaba acostumbrado a que lo entendieran de todos modos. Se disponía a repetir cuando algo en la mirada de la monja lo detuvo. Recordó en un flash un consejo que había oído alguna vez: ¡no hablar! Hablando se hace ruido, y el ruido impide oír lo que pasa. Porque todo lo que pasa, sin excepciones, produce sonido. Y tiene mucha importancia oírlo para saber dónde está uno... sobre todo en una aventura. Y él, casi sin quererlo, se había metido en una aventura. Para otro podía ser un simple trámite, una averiguación; para él era una aventura. Empezaba a oír sonidos nuevos: la respiración de grandes animales con metabolismo de planetas, el ruido de las piedras al desplegarse, el "pluc pluc" del corazón de las máquinas. Además, si hablaban otros, ¿qué le dirían? De pronto, no podía imaginárselo, parecía demasiado fantástico, sujeto a un azar sin cálculos... Esa sensación le hizo ver a la monja bajo otra luz: a la vez más extraña, más sobrenatural, y más racionalizada. Porque si la esfinge-monja desafía la razón, por eso mismo la obliga a explicarla. ¿Y qué otra explicación puede haber sino la más simple, la más a mano? Las monjas son mujeres desprovistas de cerebro, falsos seres humanos.

César Aira. _El sueño_. Emecé Editores. Buenos Aires, 1998.
¿Cómo era ella? Ella era magia. Y tan pura que yo tenía la sensación de que no me encontraba con ella sino que ella aparecía ante mí. Cada vez que la veía tenía que esperar unos segundos hasta que ella terminaba de corporizarse: era real, sí, pero no contundente; se hacía real de a poco. Vos dirás que la tengo idealizada... Bueno, decí lo que quieras. La verdad es que mis ojos eran tan negros que mi piel parecía blanca. Era como si la oscuridad me estuviera mirando. Algo de eso había en mi carácter... No quiero decir que fuera un indio negativo, porque no lo era; lo negativo me acechaba, que es distinto. No sabía cómo defenderme, por lo cual mis padecimientos fueron extremos, y cuando por fin supe cómo, conocí a Josefa. Mis ojos se volvieron verdes por su amor. La oscuridad de mi alma se disipó. Mi felicidad era tan generosa que me evitaba el sufrimientos de su propia agudeza...

Sergio Bizzio. _En esa época_. Ed. Emecé, Buenos Aires, 2001.
Estoy haciendo bolitas de protector solar y arena. Sentada yo también, me dejo hamacar por una placidez amarillenta. Entre jirones de telas suaves y cintas de guata, el corazón lerdo se me va de paseo por un mundo dulce donde no hay pasado y el dolor de esperar se amortigua. Detrás de mí se van las emociones, y si el pensamiento se queda es porque ocupa tan poco espacio que ni falta hace expulsarlo. Afuera de mi cabeza no es muy distinto que adentro, ni muy distinto de mí es el deshecho en que se ha convertido el tránsfuga. Hay un erial ahí en la mente por donde sopla una racha dolida. Tendría que sacudirme. Ese hombre no para de hacerme efecto.

Marcelo Cohen. "Neutralidad". En _Los acuáticos_. Ed. Norma, Buenos Aires, 2001.
La sirenita viene a visitarme de vez en cuando. Me cuenta historias que cree inventar, sin saber que son recuerdos. Sé que es una sirena, aunque camina sobre dos piernas. Lo sé porque dentro de sus ojos hay un camino de dunas que conduce al mar. Ella no sabe que es una sirena, cosa que me divierte bastante. Cuando ella habla yo simulo escucharla con atención pero, al mínimo descuido, me voy por el camino de las dunas, entro al agua y llego a un pueblo sumergido donde hay una casa, donde también está ella, sólo que con escamada cola de oro y una diadema de pequeñas flores marinas en el pelo. Sé que mucha gente se ha preguntado cuál es la edad real de las sirenas, si es lícito llamarlas monstruos, en qué lugar de su cuerpo termina la mujer y empieza el pez, cómo es eso de la cola. Sólo diré que las cosas no son exactamente como cuenta la tradición y que mis encuentros con la sirena, allá en el mar, no son del todo inocentes. La de acá, naturalmente, ignora todo esto. Me trata con respeto, como corresponde hacerlo con los escritores de cierta edad. Me pide consejos, libros, cuenta historias de balandras y prepara licuados de zanahoria y jugo de tomate. La otra está un poco más cerca del animal. Grita cuando hace el amor. Come pequeños pulpos, anémonas de mar y pececitos crudos. No le importa en absoluto la literatura. Las dos, en el fondo, sospechan que en ellas hay algo raro. No sé si debo decirles cómo son las cosas.

Abelardo Castillo. "Undine". En _Cuentos completos_. Alfaguara, Buenos Aires, 1997.
Alcé la vista al cielo, con un estremecimiento: igual que siempre, no hace ni buen ni mal tiempo. A veces, cuando el cielo está así de gris —impecablemente gris, una negación absoluta de la idea de color— y varios millones de seres encorvados alzan la cabeza, resulta difícil distinguir el aire de las impurezas de nuestros ojos humanos, como si los diminutos gránulos flotantes de polvo que caen y se remontan por la atmósfera siguiendo serpenteantes caminos fuesen parte del propio elemento, como la lluvia, las esporas, las lágrimas, la contaminación. Es posible que en esos momentos el cielo no sea más que la suma de toda la porquería que habita en nuestros ojos humanos.

Martin Amis. _Dinero_. Anagrama, Barcelona, 1992.
...Si de una vez por todas quería ganar, ¿no era hora de hacer un salto sin paracaídas de verdad? ¿De jugarme a alcanzar aunque fuera tan sólo un punto de no retorno, sin resguardos, ni reaseguros, ni opciones de reserva? Tal vez sí, pero que me djeran entonces cómo. Haría lo que fuera necesario, pero que me dijeran qué.

¿Qué hace un varón cuando está harto de esperar, cuando estuvo treinta años aguardando, cuando quiere dejar en claro que no va a aceptar renuencias ni postergaciones? ¿Pega? ¿A quién? ¿A la hembra? ¿Al rival? ¿Quién es el rival cuando sólo un no cierra el camino? ¡Ah, si hubiera un rival! Un verdadero hijo de puta a quien uno pudiera —revólver en mano como en el mundo de Roberto Arlt— arrancarle la hembra de su lado, llevarla en medio de la fiesta al punto más visible del salón, y allí hacerla arrodillarse con el caño del arma en la sien para someterla escandalosamente en público al rito más privado del sexo mientras su macho mira desarmado e impotente y se vuelve así su ex macho, como el rival del rufián melancólico se volvía un no rival, no persona, nada, a medida que su hembra besaba con unción profanadora la pija de quien había sabido detectar el instante preciso en que un gesto, un revólver y un coraje podían lograr lo impensable.

Salvador Benesdra. _El traductor_. Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2003.
En cambio, saboreaba u olía la acritud de los platos y tazas de estaño reservados para tomar el té en ceremonias que me aburrían. En cambio, contemplaba con aversión los vestidos nuevos que requerían de un odiado baño en una bañera de zinc galvanizado antes de que te los pusieras. El zinc resbalaba, no había tiempo para jugar ni para remojarse porque el agua se enfriaba muy deprisa; no había tiempo para disfrutar de la propia desnudez, únicamente lo había para hacer que entre tus piernas bajaran cascadas de agua jabonosa. Después, las toallas rasposas y la molesta y humillante ausencia de suciedad. La irritante y nada imaginativa limpieza. Adiós a las señales de tienta en piernas y cara, a todas mis creaciones y acumulaciones del día que había transcurrido, sustituidas por la carne de gallina.

Toni Morrison, _Ojos azules_ Plaza y Janés, Barcelona, 2001.
Maribel se acercó a él con pasos lentos, silenciosos, los ojos muy abiertos, el rostro serio, concentrado, sin memoria alguna de la sonrisa que lo iluminaba hacía un momento, se sentó en el borde de la cama, y le miró de frente. Juan se volvió ligeramente hacia allí y empezó a desabrocharle la bata despacio, con las dos manos. En el primer botón, ella cerró los ojos. En el tercero, volvió a abrirlos. Cuando cayó el último, se desprendió de la tela con un movimiento de los hombros y terminó de desnudarse ella misma, con una habilidad, una rapidez sorprendentes. Quizás para compensarlas, se tumbó sobre la cama con una lentitud majestuosa y controlada, la complacida, indolente pasividad de una odalisca clásica, y mantuvo sus ojos fijos en los de Juan sin iniciar ningún movimiento, como si estuviera segura de que él sabría apreciar lo que estaba viendo. Ni siquiera se movió cuando una mano abierta empezó a deslizarse sobre su cuerpo, desde la clavícula hacia abajo primero, desde las rodillas hacia arriba después, perdiendo serenidad en cada milímetro de su piel de manzana recién lavada. Él reconocía su firmeza, la tensa elasticidad de aquella carne dura que sabía ablandarse bajo la presión de sus pulgares, y que extraía de su propia abundancia la ventaja de un cierto temblor aterciopelado, oceánico, en la base de los pechos, en las caderas redondas, en la mullida funda que, a la altura de sus riñones, desencadenaba la furia compacta y circular de un culo estupendo, más que estupendo, tan insoportablemente perfecto que lo sintió en el filo de los dientes mientras lo recorría con las yemas de los dedos. Aquella mujer estaba llena de asas, y él no había decidido aún a qué par renunciar cuando metió la lengua en su boca para encontrar un sabor áspero y caliente, el sabor del aguardiente donde maceran las guindas, que es el sabor de las mujeres desnudas que saben exactamente lo que quieren.

Almudena Grandes, _Los aires difíciles_, Tusquets, Barcelona, 2002.
(...) Baltasar Mateus, el Sietesoles, está callado, sólo mira fijamente a Blimunda, y cada vez que ella lo mira siente él una crispación en la boca del estómago, porque ojos como éstos jamás los había visto, claros cenicientos, o verdes, o azules, que con las luz de fuera varían o con el pensamiento de dentro, y a veces se vuelven negros nocturnos o blancos brillantes como lascado carbón de piedra. Vino a esta casa, no porque se lo dijeran, pero Blimunda le había preguntado su nombre y él le había respondido, no era precisa mejor razón. Terminado el auto de fe, barridos los restos, Blimunda se retiró, el cura fue con ella, y cuando Blimunda llegó a su casa dejó la puerta abierta para que Baltasar entrara. Él entró y se sentó, el cura cerró la puerta y encendió una candela a la última luz de una rendija, bermeja luz de poniente que llega a este alto cuando ya en la parte baja de la ciudad oscurece, se oye gritar a unos soladados en las murallas del castillo, si fuera otra ocasión, Sietesoles recordaría la guerra, pero ahora sólo tiene ojos para Blimunda, o para el cuerpo de ella, que es alto y delgado como el de la inglesa con quien, despierto, soñó en el mismo día que desembarcó en Lisboa.

Blimunda se levantó del tajuelo, encendió lumbre en la llar, puso sobre la trébede un cacerolo de sopas y, cuando empezó a hervir, echó una parte en dos cuencos que sirvió a los hombres, todo esto lo hizo sin hablar, no había vuelto a abrir la boca desde que preguntó, cuántas horas hace, Cuál es su gracia; pese a que el cura fue el primero en acabar de comer, esperó a que Baltasar terminase para servirse de la cuchara de él, era como si, callada, estuviese respondiendo a otra pregunta, Aceptas para tu boca la cuchara de que se ha servido este hombre, haciendo suyo lo que era tuyo, volviendo ahora a ser tuyo lo que fue de él, y eso tantas veces hasta que se pierda el sentido del lo tuyo y lo mío, y como Blimunda ya había dicho que sí antes de ser preguntada, Entonces, os declaro casados. El padre Bartolomeu Lourenço esperó a que Blimunda acabara de comer las sopas que quedaron, le echó la bendición, cubriendo con ella persona, comida y cuchara, el regazo, la lumbre, la candela, la estera del suelo, el muñón de Baltasar. Luego, se fue.

Durante una hora se quedaron los dos sentados, sin hablar. Sólo una vez se levantó Baltasar para echar leña al fuego que iba decayendo, y una vez espabiló Blimunda la candela, que estaba agonizando la luz, y entonces, siendo tanta la claridad, ya pudo Sietesoles decir, Por qué me preguntaste el nombre, y Blimunda respondió, Porque mi madre lo quiso saber y quería que yo lo supiera. Cómo lo sabes, si con ella no pudiste hablar, Sé que sé, no sé cómo sé, no hagas preguntas a las que no puedo responder, haz como hiciste, viniste y no preguntaste por qué, Y ahora, qué, Si no tienes dónde vivir mejor, quédate aquí, He de ir a Mafra, tengo allá familia, Mujer, Padres y una hermana, Quédate mientras no vayas, siempre tendrás tiempo de partir, Por qué quieres que me quede, Porque es preciso, No es ésa razón que me convenza, Si no quieres quedarte vete, no te puedo obligar, No tengo fuerzas que me lleven de aquí, me has echado un hechizo en el cuerpo, No te eché tal, no dije una palabra, no te toqué, Me miraste por dentro, Juro que nunca te miraré por dentro, Juras que no lo harás y ya lo has hecho, No sabes de qué hablas, no te miré por dentro, Si me quedo, dónde duermo, Conmigo.

Se acostaron. Blimunda era virgen. Cuántos años tienes, preguntó Baltasar, y Blimunda respondió, Diecinueve años, pero ya entonces se había vuelto mucho más vieja. Corrió algo de sangre por la estera. Con las puntas de los dedos índice y corazón humedecidos en ella, Blimunda se persignó e hizo una cruz en el pecho de Baltasar, sobre el corazón. Estaban los dos desnudos. En una calle cercana oyeron voces de desafío, batir de espadas, carreras. Luego, silencio. No corrió más sangre.

Cuando, por la mañana, despertó Baltasar, vio a Blimunda tendida a su lado, comiendo pan, con los ojos cerrados. Sólo los abrió, cenicientos a aquella hora, tras acabar de comer, y dijo, Nunca te miraré por dentro.

José Saramago. _Memorial del convento_. Seix Barral, Buenos Aires, 1995.
Esa tendencia a traicionar, a mentir y ser perfectamente franca. A esconderte o a mostrarte mucho. Ese cuidado de cuidarte tanto para acabar narrando tu historia, tu verdad con pelos y señales a un desconocido. Esas ganas de huir, de salir corriendo cuando alguien muestra que empieza a conocerte, aunque no te reveles. Ese vértigo de quedarte. Esa indomable sed de alguien y de no estar con nadie. De envolver las caricias en palabras. Esas ganas de cambiar sin renunciar a nada. Esa hambre de imposibles. ¿Cómo pensar en esta confusión contradictoria? Es verdad y mentira, está bien y está mal y no hay salida.

Nada que hacer. Tómate un vaso de agua.

Héctor Abad Faciolince, _Tratado de culinaria para mujeres tristes_, Alfaguara, Bogotá, 1998.
Cáscara de coco, contento de jirimilla azul, por los dioses di, azucarada selena, suculenta sirena de las playas alumbradas, bajo un spotlight confiésate, lunática. Tú conoces los deseos desatados por las noches urbanas. Tú eres el recuerdo de remotos orgasmos reducidos a ensayos de recording. Tú y tus siete moños desalmados como un ave selenita, como ave fotoconductora de electrodos insolentes. Eres quien eres, Sirena Selena... y sales de tu luna de papel a cantar canciones viejas de Lucy Favery, de Sylvia Rexach, de la Lupe sibarita, vestida y adorada por los seguidores de tu rastro...

Mayra Santos-Febres. _Sirena Selena vestida de pena_. Mondadori, Barcelona, 2000.
...Si se piensa un domingo caminando por la ciudad con un tipo que acaba de conocer, recorriendo la feria de San Telmo, almorzando en una parrilla cerca del río, siente vergüenza ajena. Alguna vez, hace tanto, podía atravesar con cierta integridad las convenciones de la primera salida. Tomarse de la mano, levantar la cabeza, mirar juntos una cariátide allá arriba. Dios, se pregunta Cecilia, ¿por qué todos los enamorados de más de treinta -si es que alguien puede enamorarse después de los treinta- tienen esa costumbre de recorrer San Telmo mirando hacia arriba como turistas alemanes? Y después, el obligatorio descubrimiento de lugares exclusivos, luz de velas, vino blanco, mozos de librea con sonrisa cómplice de entregadores y una secuencia infinita de slides que causan un empacho kirsch. No, por favor no me muestres tu loft. No me interesa ver las fotos de tus hijos. No me gusta el rock. Y ni te molestes en regalarme flores porque sólo tolero los nardos. Ni te gastes en comprarme ese compact de Philip Glass. No se te ocurra dedicarme el último libro de Auster porque tengo todo Auster y además en inglés. No me subyugan ni tus tarjetas de crédito ni tus hectáreas cerca de Areco. No me cuentes de tu infancia, no me cuentes de tu ex, no me cuentes ni medio minuto de tu última sesión con el lacaniano y menos, todavía mucho menos, lo que esperás de una pareja y el significado de la palabra proyecto. Tampoco pretendas conquistarme con la posibilidad de New York acompañándote en un viaje de trabajo y después una semana en Puerto Vallarta. Sí, ya sé que ahí Huston filmó La noche de la iguana. Usá ese argumento para seducir alguna rusita posmo de cine club.

Guillermo Saccomano. "Deje su mensaje después de la señal", de _Animales domésticos_ Planeta, Buenos Aires, 1994.
Obedecí, esperé, no hice nada ni llamé a nadie, tan sólo volví a mi sitio en la cama, al que no era mío pero esa noche iba siéndolo, me puse de nuevo a su lado y entonces ella me dijo sin volverse y sin verme: "Cógeme, cógeme, por favor, cógeme", y quería decir que la abrazara y así lo hice, la abracé por la espalda, mi camisa aún abierta y mi pecho entraron en contacto con la piel tan lisa que estaba caliente, mis brazos pasaron por encima de los suyos, con los que se cubría, sobre ella cuatro manos y cuatro brazos ahora y un doble abrazo, y seguramente no bastaba, mientras la película de la televisión avanzaba sin su sonido en silencio y sin hacernos caso, pensé que algún día tendría que verla enterándome, blanco y negro. Me lo había pedido por favor, tan arraigado está en nuestro vocabulario, uno nunca olvida cómo ha sido educado ni renuncia a su dicción y a su habla en ningún momento, ni siquiera en la desesperación o en la cólera, pase lo que pase y aunque se esté uno muriendo. Me quedé un rato así, echado en su cama y abrazado a ella como no había planeado y a la vez estaba previsto, como era de esperar desde que entré en la casa y aun antes, desde que concertamos la cita y ella pidió o propuso que no fuera en la calle. Pero esto era otra cosa, otro tipo de abrazo no presentido, y ahora tuve la seguridad de lo que hasta entonces no me había permitido pensar, o saber que pensaba: supe que aquello no era pasajero y pensé que podía ser terminante, supe que no se debía al arrepentimiento ni a la depresión ni al miedo y que era inminente: pensé que se me estaba muriendo entre los brazos; lo pensé y de pronto no tuve esperanza de ir a salir de allí nunca, como si ella me hubiera contagiado su afán de inmovilidad y quietud, o tal vez ya era su afán de muerte, aún no, aún no, pero también no puedo más, no puedo más. Y es posible que ya no pudiera más, que ya no aguantara, porque a los pocos minutos —uno, dos y tres; o cuatro— le oí decir algo más y dijo: "Ay Dios, y el niño" e hizo un movimiento débil y brusco, seguramente imperceptible para quien nos hubiera visto pero que yo noté porque estaba pegado a ella, como un impulso de su cabeza que el cuerpo no llegó a registrar más que como amago y pálidamente, un reflejo fugitivo y frío, como si fuera la sacudida no del todo física que se tiene en sueños al creer que uno cae y se despeña o desploma, un golpe de la pierna que pierde el suelo e intenta frenar la sensación de descenso y de carga y vértigo —un ascensor que se precipita—, de caída y gravedad y peso —un avión que se estrella o el cuerpo que salta desde el puente al río—, como si justo entonces Marta hubiera tenido el impulso de levantarse e ir a buscar al niño pero no hubiera podido hacerlo más que con su pensamiento y su estremecimiento. y al cabo de un minuto más —y cinco; o seis— noté que se quedaba quieta aunque ya lo estaba, esto es, se quedó más quieta y noté el cambio de su temperatura y dejé de sentir la tensión de su cuerpo que se apretaba contra mí de espaldas como si empujara, como si quisiera meterse dentro del mío para refugiarse y huir de lo que el suyo estaba sufriendo, una transformación inhumana y un estado de ánimo desconocido (el misterio): empujaba su espalda contra mi pecho, y su culo contra mi abdomen, y la parte posterior de sus muslos contra la parte anterior de los míos, su nuca de sangre o barro contra mi cuello y su mejilla izquierda contra mi mejilla derecha, mandíbula contra mandíbula, y mis sienes, sus sienes, mis pobres y sus pobres sienes, sus brazos contra los míos como si no le bastara el abrazo, y hasta las plantas de sus pies descalzos contra mis empeines calzados, pisándolos, y allí se rasgaron sus medias contra los cordones de mis zapatos —sus medias oscuras que le llegaban a la mitad de los muslos y que yo no le había quitado porque me gustaba la imagen antigua—, toda su fuerza echada hacia atrás y contra mí invadiéndome, adheridos como si fuéramos dos siameses que hubiéramos nacido unidos a lo largo de nuestros cuerpos enteros para no vernos nunca o sólo con el rabillo del ojo, ella dándome la espalda y empujando, empujando hacia atrás y casi aplastando, hasta que cesó todo eso y se quedó quieta o más quieta, ya no hubo presión de ninguna clase ni tan siquiera la acción de apoyarse, y en cambio sentí sudor en mi espalda, como si unas manos sobrenaturales me hubieran abrazado de frente mientras yo la abrazaba a ella y se hubieran posado sobre mi camisa dejando allí sus huellas amarillentas y acuosas y pegada a mi piel la tela. Supe al instante que había muerto, pero le hablé y le dije: "Marta", y volví a decir su nombre y añadí: "¿Me oyes?" Y a continuación me lo dije a mí mismo: "Se ha muerto", me dije, "esta mujer se ha muerto y yo estoy aquí y lo he visto y no he podido hacer nada para impedirlo, y ahora ya es tarde para llamar a nadie, para que nadie comparta lo que yo he visto". Y aunque me lo dije y lo supe no tuve prisa por apartarme o retirarle el abrazo que me había pedido, porque me resultaba agradable —o es más— el contacto de su cuerpo tendido y vuelto y medio desnudo y eso no cambió en un instante por el hecho de que hubiera muerto: seguía allí, el cuerpo muerto aún idéntico al vivo sólo que más pacífico y menos ansioso y quizá más suave, ya no atormentado sino en reposo, y vi una vez más de reojo sus largas pestañas y su boca entreabierta, que seguían siendo también las mismas, idénticas, enrevesadas pestañas y la boca infinita que había charlado y comido y bebido, y sonreído y reído y fumado, y había estado besándome y era aún besable. Por cuánto tiempo. "Seguimos los dos aquí, en la misma postura y en el mismo espacio, aún la noto; nada ha cambiado y sin embargo ha cambiado todo, lo sé y no lo entiendo. No sé por qué yo estoy vivo y ella está muerta, no sé en qué consiste lo uno y lo otro. Ahora no entiendo bien esos términos". Y sólo al cabo de bastantes segundos —o fueron quizá minutos: uno y dos; o tres— me fui separando con mucho cuidado, como si no quisiera despertarla o le pudiera hacer daño al interrumpir mi roce, y de haber hablado con alguien —alguien que hubiera sido testigo conmigo— lo habría hecho en voz baja o en un cuchicheo conspiratorio, por el respeto que impone siempre la aparición del misterio si es que no hay dolor y llanto, pues si los hay no hay silencio, o viene luego. "Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo: desespera y muere".

Javier Marías. _Mañana en la batalla piensa en mí_ Punto de Lectura, 2001.
La verdad era que las personas como Fiona lo sacaban de quicio. De hecho, eran personas capaces de joderle la existencia a cualquiera.. No era nada fácil ir flotando sobre la superficie de las cosas; se necesitaba habilidad y coraje, y si alguien te decía que había pensado en quitarse la vida, siempre tendrías la sensación de verte arrastrado hacia abajo. De lo único que se trataba era de mantener la cabeza por encima del agua, supuso Will, y eso era así para todo el mundo, aunque los que tuviesen buenas razones para vivir, un trabajo, una serie de relaciones personales, animales de compañía, etcétera, ya se encontraran muy por encima de la superficie. Ésos habían vadeado la parte profunda y el agua no les llegaba más que a los tobillos, y sólo un accidente insólito, una ola aberrante salida de la máquina de las olas, podría terminar por hundirlos. Will, en cambio, seguía luchando. No hacía pie, acababa de tener un calambre, tal vez estuviese a punto de sufrir un corte de digestión por haberse metido en el agua justo después de comer; pero no le costaba imaginar mil maneras de que lo llevaran a la orilla, a ser posible una estupenda vigilante de la playa de melena rubia y vientre liso y musculoso, mucho después de que los pulmones se le hubieran llenado de agua y cloro. Necesitaba una boya a la que agarrarse, no un peso muerto como el de Fiona. Lo lamentaba muchísimo, pero así estaban las cosas. Y eso era exactamente Rachel: una boya capaz de mantenerlo a flote. Se fue a ver a Rachel.

Nick Hornby. _Érase una vez un padre_ Ediciones B, Barcelona, 1999.
Alguien preguntaba: «¿Cuál es tu primer recuerdo?»

Y ella respondía: «No me acuerdo.»

Casi todo el mundo lo tomaba a broma, aunque algunos sospechaban que se hacía la lista. Pero ella lo decía en serio.

—Sé lo que quieres decir —decían los comprensivos, disponiéndose a explicar y simplificar—. Siempre hay un recuerdo detrás del primero que te impide llegar a él.

Pero no: ella tampoco quería decir eso. Tu primer recuerdo no era algo como el primer sujetador, o el primer amigo, o el primer beso, o el primer polvo, o el primer matrimonio, o el primer hijo, o la muerte de uno de tus padres, o la primera intuición súbita de la lancinante desesperanza de la condición humana; no era nada de eso. No era una cosa sólida, tangible, que el tiempo, a su manera despaciosa y cómica, pudiese decorar con detalles fantasiosos a lo largo de los años —un remolino vaporoso de niebla, un nubarrón, una diadema—, pero nunca eliminar. Un recuerdo, por definición, no era una cosa, sino... un recuerdo. Un recuerdo ahora de un recuerdo un poquito anterior a un recuerdo previo a aquel recuerdo de cuando. Así, la gente estaba segura de que recordaba una cara, un rodillazo que les habían propinado, un prado en primavera; un perro, una abuelita, un animal de algodón cuya oreja se desintegraba, ensalivada, de tanto mordisquearla; la gente rememoraba un cochecito de niño, la vista desde ese coche, la caída desde el coche y el golpe con la cabeza contra el tiesto que su hermanito había volcado para subirse encima y examinar al recién llegado (aunque muchos años después empezarían a preguntarse si aquel hermano no les habría arrancado del sueño y golpeado la cabeza contra el tiesto en un arranque primario de cólera fraterna...). La gente recordaba estas escenas con la mayor certeza, de forma incontrovertible, pero ella recelaba, dudaba de que no fuese un relato ajeno —fuera cual fuese su fuente y su intención—, un fantaseo ilusorio o el intento sigilosamente calculado de apresar el corazón del oyente entre el pulgar y el índice y pellizcarlo de suerte que la moradura creciese hasta el brote del amor. Martha Cochrane habría de vivir un largo tiempo, y en todos los años de su vida no encontraría nunca un primer recuerdo que, a su entender, no fuese falaz.

Así que ella también mentía.

Julian Barnes, _Inglaterra, Inglaterra_. Anagrama, Buenos Aires, 1998.
El hombre y ella, en cambio, todavía no tenían agallas, nadaban cada uno por su andarivel, como peatones obedientes, como juguetes a cuerda. Sin embargo estaban en la misma agua y se cruzaban, en cada largo, inevitablemente, cada vez en un punto distinto sobre aquellos veinticinco metros de ida y veinticinco de vuelta. Un mediodía, antes de que ella se sumergiera, él se sacó las antiparras, la miró con ojos azules, como de azulejo, pensó ella, y le dijo "está un poco fría". Ella se zambulló pensando en aquellos ojos de azulejo pero también en el pecho del hombre y la forma tensa y precisa en que se estrechaba hasta llegar a la cintura. "Para mí está tibia" le contestó cuando salió a la superficie y qué tontas las palabras, pensó, qué manera tan pálida a veces de tocar las cosas.

El cortejo acuático se prolongó todavía por un tiempo. Ella nadaba para él con sus brazadas más elásticas. Hacía elegantes corcoveos para pasar del pecho a la espalda. Se sacaba la gorra de goma y dejaba que el pelo flotara en el agua. Él la deslumbraba con su salto del ángel y sus grandes abrazos al aire cuando nadaba mariposa. Un día los dos se olvidaron las antiparras y dejaron que sus ojos se irritaran libremente de miradas y de cloro. Pasaron a milímetros uno del otro, pensando en delfines y sirenas y las palabras más o menos tontas tejieron la urdimbre necesaria hasta que por fin se zambulleron en otras aguas.

Lirios Azules se llamaba el hotel, pero después de varios encuentros lo bautizaron Delirios Azules.

Hubo otros bautismos. Ella le echó agua de la pileta sobre la frente y los hombros y le dijo que se llamaría Crawl. Un estilo que él nadaba con admirable coordinación (apenas sacaba la cabeza para tomar aire, mientras que ella emergía siempre como desesperada. Nadás crawl como si te ahogaras dijo él). Pero sobre todo, dijo ella, Crawl es nombre de amante sueco, o extraterrestre, y le pidió por favor que nunca le dijera su verdadero nombre. Ella tampoco le confesó el suyo. Solamente le dijo que empezaba con "a" y entonces se llamó a lo largo del tiempo Amanda, Adela, Alejandra, Amelia, pero sobre todo "mi cielo", porque él, aunque también quisiera jugar, era un hombre sentimental.

Inés Fernández Moreno. "Un amor de agua", en _Hombres como médanos_, Alfaguara, BsAs, 2003.
Rosario cayó sobre él.

Estaban solos, Rosario y Byron Roberts, y Rosario cayó sobre él, vertiginosa, desnuda, cruel.

Rosario no gruñía. Rosario no jadeaba. Rosario no gemía. Rosario no se permitía el suspiro. Rosario no se permitía los estertores que acompañan la destilación de las leches.

No, no fue sobre la tabla de la mesa en la que cenaban ella, Farrell y Byron Roberts. No fue en el piso de la comisaría, ni en un recoveco que oliese a encierro, a desechos que esperaba el fuego. Fue en la cama que Farrell compró a plazos.

Rosario le quitó la ropa a Byron Roberts, y tendió a Byron Roberts en la cama que Farrell compró a plazos. Lo tendió boca arriba, y lo domó.

Andrés Rivera, _Hay que matar_, Alfaguara, Buenos Aires, 2001
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie, así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. (...) Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Paul Auster, _Smoke & Blue in the face_, Anagrama, Barcelona 1995.
Stick Boy and Match Girl in Love

Stick Boy liked Match Girl,
he liked her a lot.
He liked her cute figure,
he thought she was hot.

But could a flame ever burn
for a match and a stick?
It did quite literally;
he burned up pretty quick.

Tim Burton, _The Melancholy Death of Oyster Boy & Other Stories_
«Mi amor.» Repetir estas dos palabras durante diez páginas, escribirlas ininterrumpidamente, sin descanso, sin ningún claro, primero lentamente, letra a letra, dibujando las tres colinas de la m manuscrita, el lazo flojo de la e como brazos reposando, el profundo lecho de río que en la letra u se excava (*), y luego el asombro o el grito de la a sobre ahora las ondas marinas de otra m, la o que sólo puede ser este único y nuestro sol, y en fin la r hecha casa, o cobertizo, o dosel. Y luego transformar todo este dibujo en un único hilo trémulo, una señal de sismógrafo, porque los miembros se erizan y chocan, mar blanco de la página, toalla luminosa o sábana tendida. «Mi amor», dijiste, y yo lo dije, abriéndote mi puerta toda, y entraste. Abrías mucho los ojos al avanzar hacia mí, para verme mejor o más de mí, y posaste tu bolso en el suelo. Y antes de que yo te besara, dijiste, para que lo pudieses decir serena: «Vengo a quedarme esta noche contigo». No viniste ni pronto ni tarde, viniste a la hora cierta, en el minuto exacto, en el preciso y precioso descansillo del tiempo en el que yo podía esperarte. Entre mis pobres cuadros, rodeados de cosas pintadas y atentas nos desnudamos. Tan fresco tu cuerpo. Ansiosos, y no obstante sin prisa. Y luego, desnudos, nos miramos sin vergüenza, porque el paraíso es estar desnudo y saber. Despacio (sólo despacio podría ser, sólo despacio) nos acercamos, y, ya cerca, de repente unidos, y trémulos. Apretados el uno contra el otro, mi sexo, tu vientre, tus brazos cruzados sobre mi cuello, y nuestras bocas, lenguas, y los dientes, respirándose, alimentándose, hablando sin palabras dichas, en un gemido interminable, como una vibración, letras inarticuladas, pausa. Nos arrodillamos, subimos el primer peldaño, y luego lentamente, como si el aire nos amparase, caíste de espaldas y yo sobre ti, tan desnudos, y luego rodamos desnudos, tú sobre mi cuerpo, tu pecho elástico, y los muslos cubriéndome, y los muslos como alas. Sobre mi nos unimos y rodamos otra vez, yo sobre ti, tu pelo ardiendo, ahora mis manos abiertas sobre el suelo como si sobre los hombros sostuviera el mundo, o el cielo, y en el espacio entre nosotros dos las miradas tensas, luego turbadas, y el rugir de la sangre fluyendo y refluyendo en las venas, en las arterias, latiendo en las sienes, barriendo bajo la piel el cuerpo y el cuerpo. Somos nosotros el sol, las paredes ruedan, los libros, los cuadros, Marte, Júpiter, Saturno, Venus, el minúsculo Plutón, la Tierra. He ahí ahora el mar, no mar largo y océano, sino la ola desde el fondo apretada entre dos paredes de coral y subiendo, subiendo hasta estallar en espuma, chorreante. Murmullo o secreto de aguas derramadas sobre los musgos. La oleada retrocede hacia el misterio de las fosas submarinas, y tú dijiste: «Mi amor». Alrededor del sol, los planetas vuelven a su grave, lenta caminata, y nosotros que estamos lejos los vemos ahora parados, otra vez cuadros y libros, y paredes en vez de cielo profundo. Es de noche otra vez. Te levanto del suelo, desnuda. Te apoyas en mi hombro y pisas el mismo suelo que yo. Mira, son nuestros pies, herencia enigmática, plantas que dibujan, ellas, el poco espacio que ocupamos en el mundo. Estamos en el marco de la puerta. ¿Sientes la película invisible que hay que romper, el himen de las casas, desgarrado y renovado? Dentro hay un cuarto. No te prometo el cielo claro y las nubes lentas de Magritte. Estamos los dos húmedos como si hubiéramos salido del mar y entramos como en una caverna donde la oscuridad se siente en el rostro. Una pequeña luz apenas. Cuanto baste para verte y para que me veas. Te acuesto en la cama, y tú abres los brazos y planeas sobre la página blanca. Me inclino sobre ti, es tu cuerpo que respira, falda de montaña y fuente. Tienes los ojos abiertos, tienes los ojos abiertos siempre, pozos de miel luminosa. Y tus cabellos arden, campo de trigo maduro. Digo «Mi amor» y tus manos descienden sobre mi desde la nuca a la raíz de la columna. Hay en mi cuerpo una antorcha. Se abren otra vez, alas, tus muslos. Y suspiras. Te conozco, reconozco donde estoy: mi boca se abre sobre tu hombro, mis brazos en cruz acompañan a tus brazos hasta los dedos clavados con una fuerza que no es nuestra. Como dos corazones, nuestros vientres laten. Gritaste, amor mio. Es todo el cielo el que grita sobre nosotros, parece que todo va a morir. Ya soltamos las manos, ya ellas se perdieron y encontraron, en las nucas, el pelo, y ahora abrazados esperamos la muerte que se acerca. Te estremeces. Me estremezco. Nos vemos sacudidos de la cabeza a los pies, y nos agarramos al borde de la caída. No se puede evitar. El mar va entrado ahora mismo, nos hace rodar sobre esta playa blanca, o esta página, revienta sobre nosotros. Gritamos, sofocados. Y yo dije «mi amor». Duermes, desnuda, bajo la primera luz de la mañana, veo tu seno recortado en el contraluz de la impalpable película de la puerta. Despacio, poso mi mano en tu vientre. Y respiro, sosegado.

(*) La forma apocopada mi del adjetivo posesivo portugués es meu, de aquí las apreciaciones sobre la e y la u de Meu amor. (N. del T)

José Saramago _Manual de pintura y caligrafía_. Alfaguara, Buenos Aires, 1999.
INSTRUCCIONES PARA DAR CUERDA AL RELOJ

Allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus pequeños rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.

Julio Cortázar. _Historias de Cronopios y de Famas_. Sudamericana, Buenos Aires, 1987.
... Y encima, más que seguro, en estos tiempos, casi todos son todavía reptiles. Pocos, muy poco, aspiran a pájaro —aquí o allá, entre lo que repta, babea, acecha, envenena, en algún rincón oscuro, y a veces sin haberlo deseado, por alguna causa ignorada por él mismo, alguno empieza a transformarse, a ver, con extrañeza, que le crecen plumas, un pico, alas, que ruidos no totalmente odiosos salen de su garganta y que puede, si quiere, dejar atrás todo eso, echarse a volar. Desde el aire, si mira hacia abajo, puede ver de qué condición terrible proviene cuando percibe lo que a ras del suelo, como él mismo hasta hace poco, corrompe, pica, viborea. Todo eso desgarra, mata, muere, en el susurro, el roce helado, el bisbeo, con saña trabajosa y obtusa, sin escrúpulos y quizás sin odio, asumiendo, en la naturalidad y hasta en el deber ni siquiera pensando o deseando, la defensa, la multiplicación, la persistencia, el territorio de la especie reptil...

Juan José Saer, _Lo imborrable_, Alianza Editorial, BsAs, 1993.