Mario tenía un modo de hablar bastante precipitado, comiéndose sílabas y palabras enteras. Pero estaba acostumbrado a que lo entendieran de todos modos. Se disponía a repetir cuando algo en la mirada de la monja lo detuvo. Recordó en un flash un consejo que había oído alguna vez: ¡no hablar! Hablando se hace ruido, y el ruido impide oír lo que pasa. Porque todo lo que pasa, sin excepciones, produce sonido. Y tiene mucha importancia oírlo para saber dónde está uno... sobre todo en una aventura. Y él, casi sin quererlo, se había metido en una aventura. Para otro podía ser un simple trámite, una averiguación; para él era una aventura. Empezaba a oír sonidos nuevos: la respiración de grandes animales con metabolismo de planetas, el ruido de las piedras al desplegarse, el "pluc pluc" del corazón de las máquinas. Además, si hablaban otros, ¿qué le dirían? De pronto, no podía imaginárselo, parecía demasiado fantástico, sujeto a un azar sin cálculos... Esa sensación le hizo ver a la monja bajo otra luz: a la vez más extraña, más sobrenatural, y más racionalizada. Porque si la esfinge-monja desafía la razón, por eso mismo la obliga a explicarla. ¿Y qué otra explicación puede haber sino la más simple, la más a mano? Las monjas son mujeres desprovistas de cerebro, falsos seres humanos.

César Aira. _El sueño_. Emecé Editores. Buenos Aires, 1998.

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