Sierva María no entendió nunca qué fue de Cayetano Delaura, por qué no volvió con su cesta de primores de los portales y sus noches insaciables. El 29 de mayo, sin alientos para más, volvió a soñar con la ventana de un campo nevado, donde Cayetano Delaura no estaba ni volvería a estar nunca. Tenía en el regazo un racimo de uvas doradas que volvían a retoñar tan pronto como se las comía. Pero esta vez no las arrancaba una por una, sino de dos en dos, sin respirar apenas por las ansias de ganarle al racimo hasta la última uva. La guardiana que entró a prepararla para la sexta sesión de exorcismos la encontró muerta de amor en la cama con los ojos radiantes y la piel de recién nacida. Los troncos de los cabellos le brotaban como burbujas en el cráneo rapado, y se les veía crecer.


Gabriel García Márquez. _Del amor y otros demonios_. Sudamericana, Buenos Aires, 1994.
Las paredes estaban literalmente heladas. El metal de las persianas, en cambio, se había pasado al otro lado: estaba tan frío que ardía. A veces, por la mañana, pero más que nada en la noche, el viento sonaba como un ser rabioso, metiendo sus cuchillas afiladas por resquicios en los que el aire -su hermano- hubiera sido incapaz de entrar.
Las luces de la planta baja estaban siempre encendidas. Recluido en su cuarto, María hacía gimnasia: cien flexiones de brazos, cien abdominales, una tras otra, lentamente, dedicándole a cada una de ellas la misma entrega, la misma concentración que le hubiera dedicado a Rosa en un beso.
Ya no la extrañaba, pero no pasaba un minuto sin pensar en ella.
Y no quería verla. A veces, incluso, cuando Rosa subía a limpiar los cuartos, a lavar los baños, a pasar la aspiradora, a limpiar los vidrios (ocasiones en las que siempre, como cualquier otra mujer, parecía estar en otra parte), María le daba la espalda. El fantasma quería ser fantasma. En cualquier lugar donde se hubiese ocultado, cada vez que Rosa trabajaba en la mansarda, él (religiosamente) le daba la espalda, como en el feng shui. Su adoración por ella era tan grande que se había vuelto místico para negarla sin morir.

Sergio Bizzio. _Rabia_ Interzona, Buenos Aires, 2005.