Con la distancia las palabras se desgastan, van perdiendo la aspereza de sus señas, silla ya no es la desvencijada silla de paja a la que Diana se encaramaba para mirar por la ventana en la casa de su abuela ni la veleidosa e incómoda en la que alguien (que tampoco es, en rigor, la persona de ahora) se sentaba a escribir en el tiempo en que la historia de Leonora -y otras historias- aún no habían devastado su cara y su alma. A veces quedan retazos, el fulgor de las cosas acechando en la palabras, un vestigio de antiguas panaderías aromando fugazmente la palabra pan, una avalancha de aire jubiloso en ventarrón. O hay palabras afortunadas -brumoso, sombra, pájaro, mar- que guardan en su música el hechizo intacto de todo pájaro o del mar. Pero casi siempre las palabras devienen algo terso, más melodioso o menos desdichado o más emblemático que aquello preciso que les dio origen.

Liliana Heker. _El fin de la historia_. Alfaguara, Buenos Aires, 1996.
Mario tenía un modo de hablar bastante precipitado, comiéndose sílabas y palabras enteras. Pero estaba acostumbrado a que lo entendieran de todos modos. Se disponía a repetir cuando algo en la mirada de la monja lo detuvo. Recordó en un flash un consejo que había oído alguna vez: ¡no hablar! Hablando se hace ruido, y el ruido impide oír lo que pasa. Porque todo lo que pasa, sin excepciones, produce sonido. Y tiene mucha importancia oírlo para saber dónde está uno... sobre todo en una aventura. Y él, casi sin quererlo, se había metido en una aventura. Para otro podía ser un simple trámite, una averiguación; para él era una aventura. Empezaba a oír sonidos nuevos: la respiración de grandes animales con metabolismo de planetas, el ruido de las piedras al desplegarse, el "pluc pluc" del corazón de las máquinas. Además, si hablaban otros, ¿qué le dirían? De pronto, no podía imaginárselo, parecía demasiado fantástico, sujeto a un azar sin cálculos... Esa sensación le hizo ver a la monja bajo otra luz: a la vez más extraña, más sobrenatural, y más racionalizada. Porque si la esfinge-monja desafía la razón, por eso mismo la obliga a explicarla. ¿Y qué otra explicación puede haber sino la más simple, la más a mano? Las monjas son mujeres desprovistas de cerebro, falsos seres humanos.

César Aira. _El sueño_. Emecé Editores. Buenos Aires, 1998.
¿Cómo era ella? Ella era magia. Y tan pura que yo tenía la sensación de que no me encontraba con ella sino que ella aparecía ante mí. Cada vez que la veía tenía que esperar unos segundos hasta que ella terminaba de corporizarse: era real, sí, pero no contundente; se hacía real de a poco. Vos dirás que la tengo idealizada... Bueno, decí lo que quieras. La verdad es que mis ojos eran tan negros que mi piel parecía blanca. Era como si la oscuridad me estuviera mirando. Algo de eso había en mi carácter... No quiero decir que fuera un indio negativo, porque no lo era; lo negativo me acechaba, que es distinto. No sabía cómo defenderme, por lo cual mis padecimientos fueron extremos, y cuando por fin supe cómo, conocí a Josefa. Mis ojos se volvieron verdes por su amor. La oscuridad de mi alma se disipó. Mi felicidad era tan generosa que me evitaba el sufrimientos de su propia agudeza...

Sergio Bizzio. _En esa época_. Ed. Emecé, Buenos Aires, 2001.
Estoy haciendo bolitas de protector solar y arena. Sentada yo también, me dejo hamacar por una placidez amarillenta. Entre jirones de telas suaves y cintas de guata, el corazón lerdo se me va de paseo por un mundo dulce donde no hay pasado y el dolor de esperar se amortigua. Detrás de mí se van las emociones, y si el pensamiento se queda es porque ocupa tan poco espacio que ni falta hace expulsarlo. Afuera de mi cabeza no es muy distinto que adentro, ni muy distinto de mí es el deshecho en que se ha convertido el tránsfuga. Hay un erial ahí en la mente por donde sopla una racha dolida. Tendría que sacudirme. Ese hombre no para de hacerme efecto.

Marcelo Cohen. "Neutralidad". En _Los acuáticos_. Ed. Norma, Buenos Aires, 2001.