—Estoy tocando el fondo del fondo —continuó el psiquiatra—, y no estoy seguro de poder salir de este barrizal. Ni siquiera estoy seguro de que haya alguna salida para mí, ¿entiendes? A veces oía hablar a los pacientes y pensaba en cómo aquel tipo o aquella tipa se metían en el pozo y yo no veía la forma de sacarlos de ahí debido al poco alcance de mi brazo.. Como cuándo de estudiantes nos mostraban a los cancerosos en las enfermerías aferrados al mundo por el ombligo de la morfina. Pensaba en la angustia de aquel tipo o de aquella tipa, sacaba remedios y palabras de consuelo de mi espanto, pero nunca pensé que algún día llegaría a engrosar esas filas porque yo, joder, tenía fuerza. Tenía fuerza: tenía mujer, tenía hijas, el proyecto de escribir, cosas concretas, boyas para mantenerme a flote. Si la ansiedad me acuciaba un poco, por la noche, ¿sabes?, iba a la habitación de las niñas, a aquel desorden de trastos infantiles, las veía dormir, me serenaba: me sentía apuntalado, ah, apuntalado y a salvo. Y de repente, carajo, mi vida se volvió del revés, me vi como una cucaracha patas para arriba, sin apoyo. Nosotros, ¿entiendes?, quiero decir, ella y yo, nos queríamos mucho, seguimos queriéndonos mucho y la cagada es que yo no pueda poner otra vez derecho, telefonearle y decirle: —vamos a luchar— porque tal vez he perdido las ganas de luchar, los brazos no se mueven, la voz no suena, los tendones del cuello no sujetan la cabeza. Coño, eso es lo único que quiero. Creo que los dos hemos fallado por no saber perdonar, por no saber aceptarnos del todo, y mientras tanto entre herir y ser herido nuestro amor (es bueno decirlo así: nuestro amor) resiste y crece sin que hasta ahora ningún viento lo apague.


António Lobo Antunes. _Memoria de elefante_. Sudamericana, Buenos Aires, 2007.