Lux se acercó a Chase Buell. Se acercó tanto que su aliento agitó levemente el cabello del chico. Y entonces, delante de todos, le desabrochó el cinturón. Ni siquiera tuvo que bajar la vista. Los dedos veían el camino y sólo una vez se equivocaron, lo que la obligó a hacer un movimiento con la cabeza, como el músico que falla una nota fácil. Todo el tiempo Lux tuvo los ojos clavados en los de Chase, encaramada siempre en las esferas de sus pies, y era tal el silencio de la casa que hasta oímos cómo le desabrochaba los pantalones. El ruido de la cremallera descendió por nuestra columna vertebral. Nadie se movió. Chase Buell no se movió. Los ojos de Lux, fuego y terciopelo, brillaban en la semipenumbra. En el cuello le palpitaba suavemente una vena, aquella en la que se supone que hay que poner el perfume precisamente por esa razón. Aunque se lo hacía a Chase Buell, todos teníamos la impresión de que nos lo hacía a nosotros, que se acercaba y nos poseía como sabía que podía poseernos.

Jeffrey Eugenides. _Las vírgenes suicidas_. Anagrama, Barcelona, 1993.
Como todo el mundo, asistimos a la fiesta de Alice O'Connor para olvidarnos un poco de las hermanas Lisbon. Los camareros negros, vestidos con chaquetas rojas, nos sirvieron alcohol sin pedirnos el carné de identidad y, a cambio, a eso de las tres de la madrugada, tampoco nosotros dijimos nada cuando les vimos cargar las cajas de whisky sobrantes en el maletero de un desvencijado Cadillac. Dentro, conocimos chicas a las que nunca se les había ocurrido quitarse la vida. Les servimos bebidas, bailamos con ellas hasta que ya no se tuvieron en pie y después las sacamos a la terraza cubierta. Perdieron los zapatos de tacón alto por el camino, nos besaron en la húmeda oscuridad y después se escabulleron y huyeron corriendo a vomitar recatadamente entre los arbustos. Mientras lo hacían, algunos de nosotros les sosteníamos la cabeza, luego dejábamos que se enjuagasen la boca con cerveza y seguidamente las volvíamos a besar. Las chicas estaban monstruosas con sus vestidos de ceremonia, confeccionados sobre jaulas de alambre. En lo alto de la cabeza tenían sujetas libras de cabello. Borrachas, besándonos o medio derribadas en las sillas, su destino era la universidad, el marido, el cuidado de los hijos, la infelicidad atisbada confusamente. En otras palabras: su destino era la vida.

Jeffrey Eugenides. _Las vírgenes suicidas_. Anagrama, Barcelona, 1993.