"(Garabatos escritos en el margen algunas semanas después, para uso de novelistas: "Durante tres latidos, el cuerpo de ella se fundió con el cuerpo del otro encima de ella. Sus uñas se clavaron en el cabello del otro. De su garganta surgieron gritos, y ella escuchaba la voz del otro susurrarle palabras extrañas, incomprensibles. Un cuarto de hora después estaba sola. A través de los cristales rotos penetraba el sol en amplios haces de luz. Se estiró y gozó de la pesadez de sus miembros. Se pasó la mano por los mechones de cabello revueltos de su frente. De pronto sintió con una claridad inquietante cómo otra mano, la mano del amigo lejano y quizás muerto hace tiempo ya, le acariciaba el cabello. Sintió hincharse algo dentro de ella, llenarse hasta rebosar. Las lágrimas le cayeron en torrente de los ojos. Se revolcó en la cama dando puñetazos al colchón. Se mordió las manos, los brazos, hasta llenarse de moratones. Aulló con la cara pegada a la almoada y deseó morir.")."


Anónima. _Una mujer en Berlín_. Anagrama, Barcelona, 2005.
Conradin tenía diez años y el doctor había pronunciado su opinión profesional de que no podría vivir cinco años más. El doctor era suave e incapaz, y su opinión no contaba mucho, pero era reforzada por Mrs. De Ropp, cuyas opiniones contaban sobre casi todo. Mrs. De Ropp era prima y guardiana de Conradin, y a sus ojos ella representaba esos tres quintos de mundo que son necesarios, desagradables y reales; los otros dos quintos, en perpetuo antagonismo con los anteriores, estaba representados por él mismo y su imaginación. Uno de esos días, Conradin supuso que sucumbiría a la presión dominante de cosas cansadoras y necesarias, tales como la enfermedad y las cariñosas restricciones y el prolongado aburrimiento. Sin su imaginación, que era desenfrenada por el estímulo de la soledad, habría sucumbido hacía mucho tiempo.
Mrs. De Ropp nunca se habría confesado, en sus momentos más honestos, que Conradin le desagradaba, aunque podría haber sido vagamente consciente de que molestarlo -por su bien- era un deber que no le resultaba particularmente fastidioso. Conradin la odiaba con una desesperada sinceridad que podía enmascarar perfectamente. Los pocos placeres que podía lograr para sí mismo adquirían un atractivo especial por la probabilidad de que serían desagradables para su guardiana, y del reino de su imaginación ella estaba expulsada, una cosa sucia que no podría entrar.


Saki. "Sredni Vashtar" en _Cuentos escogidos_. Claridad, Buenos Aires, 2007.