Ese juego lo descubrimos cuando Estefanía al besarme me ensalivó la mano sin querer y dijo de pronto:
"Qué raro, tu mano huele a apio."
Yo no quise decirle que lo que olía era su propia saliva (habíamos llevado una ensalada de apio al picnic) y la dejé continuar con el juego. Así que mientras nuestro amigo seguía contemplando la hoja seca que cayó en la página del manuscrito, ella continuó descubriendo olores raros en las distintas partes de mi cuerpo, según en su saliva predominara uno de los olores de las cosas que iba comiendo. Se asombró ante tantos olores fuertes y extravagantes que asoció con procesos de fermentación y misterios orgánicos. Pero lo que más le sorprendió fue, precisamente, encontrar una relación entre las partes de mi cuerpo y cosas que estaban fuera de mí y eran ajenas a mi epidermis. Quedó tan inquieta por el hallazgo, que me pidió que le dijera a qué olía su cuerpo. Me pareció que yo tenía la oportunidad de ser más gentil y delicado de lo que ella había sido conmigo, así que primero acabé de comer los sandwiches y los quesos, y me reservé el placer de olerla hasta la hora de las frutas.
Comí mandarina, y le ensalivé el pelo, lo olí y le dije:
"Tu pelo huele a mandarina."
Comí fresas y le ensalivé los pezones. Los olí y le dije:
"Tus pezones huelen a fresas."
Comí manzana y le ensalivé el resto de los pechos. Los olí y le dije:
"Tus pechos huelen a manzana."
Para esto, comenzó a llover y tuvimos que regresar a casa.
Nuestro amigo se despidió de nosotros, agradecido porque le habíamos dado una oportunidad más de aparecer en nuestras vidas, y orgulloso porque sabía -es decir, supo-, que durante un tiempo ya no se podría decir que Estefanía y yo cantábamos, barríamos o escribíamos en días y momentos indefinidos de nuestra existencia, porque a cambio de eso cantamos, barrimos y escribimos en fechas muy concretas, que jamás se me olvidarán: un 20 de agosto, cantamos desde las 9 de la mañana a las 12 del día. Un 13 de diciembre en la madrugada, barrimos nuestro cuarto y las escaleras del edificio. Un 18 de enero, escribimos todo lo que nos sucedió el día anterior, 17 de enero, hasta los primeros minutos del día 18, que fue cuando comenzamos a escribirlo. Y sobre todo aquella tarde, del 21 de abril, en que antes de llegar a nuestro cuarto, fuimos al mercado de las frutas y yo compré peras, piñas, mangos y albaricoques para ensalivar a Estefanía de pies a cabeza.

Fernando del Paso. _Palinuro de México_. Casa de las Américas, La Habana, 1977.
El primero de junio del año pasado Fontamara quedó, por primera vez, sin luz eléctrica. El dos de junio, el tres de junio, el cuatro de junio, Fontamara siguió sin luz eléctrica. Y así también en los días sucesivos y en los meses sucesivos, hasta que el pueblo volvió a acostumbrarse al régimen de la claridad de la luna. Para llegar de la claridad de la luna a la luz eléctrica, Fontamara había necesitado un centenar de años, pasando por el aceite de oliva y el petróleo. Para volver de la luz eléctrica a la claridad de la luna, le bastó un anochecer.
Los jóvenes no conocen la historia, pero nosotros, los viejos, la conocemos. Todas las novedades que en setenta años nos trajeron los piamonteses se reducen, en definitiva, a dos: la luz eléctrica y los cigarrillos. La luz eléctrica han vuelto a quitárnosla. ¿Y los cigarrillos? Que se atragante el que los ha fumado siquiera una vez. A nosotros siempre nos ha bastado la pipa.

Ignazio Silone. _Fontamara_. Losada, Buenos Aires, 1962.
Uno está solo. Uno compra un dulce para vengarse de la soledad. Uno está solo y lee, para buscar la compañía de otro que también está solo y por eso escribe. Uno está solo con su piel de solo, una piel de granitos. Una tiene novio, marido o amante, porque dice que la soledad a dos es más soportable, pero la soledad es siempre la misma, endúlcela o no. Uno tiene hijos porque cree que son ellos los que uno cree que harán olvidar cuán solos estamos, pero un día han crecido y uno reafirma que es el culpable de la soledad de sus hijos. El parto es el acto de soledad más grande de la vida, porque hay un ser que te abandona, que dejó de ser tú. Un ser que se sintió muy solo dentro de ti. Y nos cae encima el peso de la muerte, todo el peso de la vida. ¡Ese terror tan solitario! Uno está solo y mira al teléfono. Escuchas música con placer sadomasoquista de estar todavía más solo. Uno está terriblemente solo y mira a través de la ventana, siempre habrá una ventana para cada solo, y un smog de soledad se cuelga por las chimeneas.

Zoé Valdés._Sangre azul_.Emecé Editores, Buenos Aires, 1998.
¿INCOLORO? ¡DE NINGÚN MODO!
(Homo lo pone todo negro)

TODO puede tener un color negrísimo, pues Homo lo pone
TODO negro: sus slips, sus sostenes, sus jérseis, sus bikinis, sus
corpiños, sus ponchos, sus kimonos
TODO: sus vestidos (de luto), sus smokings (de solemnes momentos)
e incluso sus boros, sus oros (de pozos) y sus toros,
sus petróleos, sus espinos,
sus humos, sus humores,
sus cuervos, sus diez negritos,
sus comercios ilícitos, sus porvenires tristes,
sus noches sin luz, sus eclipses,
sus mirlos comunes, sus conjuros luciféricos, sus líquidos de
escribir,
sus borrones, sus errores, sus signos ininteligibles en sus escritos,
sus viejos discos de Jorge Negrete,
su rey preferido del trío del seis de Enero,
sus tés con tueste después de secos,
sus dineros no intervenidos por el fisco,
sus infortunios en el túnel que concluye en muerte y, en el
infinito...
¡el negro, el Negro, el Negro!

¿INCOLORO? ¡DE NINGÚN MODO!
Georges Perec. _El secuestro_ Anagrama, Barcelona, 1997.
Se volvió y la miró como si fuese por última vez, como quién repite un gesto inmemorialmente irremediable. Ìntimamente, hubiera preferido no haberlo hecho; pero al llegar a la puerta sintió que nada podría evitar la reincidencia de esa escena tantas veces relatada en la historia del amor, que es la historia del mundo. Ella lo miraba con una mirada intensa, en la que había incomprensión y anhelo, como pidiéndole, al mismo tiempo, que no se fuese y que no dejase de partir, por aquello de que todo era imposible entre ambos.
La vio así por un tiempo, en su belleza morena, real pero distanciándose ya en la penumbra del ambiente que para él era como la luz de la memoria. Quiso prestarle un tono natural a la mirada que le dirigía, pero fue en vano pues sentía que todo su ser se evaporaba en dirección a ella. Más tarde le parecería no recordar ningún color en aquel instante de separación, pese a la lámpara rosa que debía estar encendida. Recordaría haberse dicho que la ausencia de colores es completa en todas las rupturas.
Sus miradas fulguraron por un momento de uno hacia el otro, después se acariciaron con ternura y, finalmente, se dijeron que no había nada que hacer. Le dijo adiós con dulzura, giró y cerró de golpe la puerta sobre sí mismo en una tentativa de seccionar esos dos mundos que eran él y ella. Pero el brusco movimiento de cerrar le prendió entre las hojas de madera el espeso tejido de la vida, y él permaneció retenido, sin poder moverse del lugar, sintiéndo formarse el llanto muy lejos en su interior hasta subir en busca de espacio, como un río que nace.
Cerró los ojos, intentando adelantarse a la agonía del momento, pero el hecho de saberla allí a su lado, separada de él por categóricos imperativos de sus vidas, no le daba fuerzas para desprenderse de ella. Sabía que aquella era su amada, por quién había esperado desde siempre y a quién durante muchos años había buscado en cada mujer, en medio de la más terrible y dolorosa búsqueda. Sabía también que el primer paso que diese pondría en movimiento su máquina de vivir y que él, como un autómata, saldría, comenzaría a andar, a hacer cosas, distanciándose cada vez más de ella, cada vez más...
Mientras tanto allí, a pocos pasos, estaba su forma femenina que no era ninguna otra forma femenina que la de ella, la mujer amada, aquella que él bendijera con sus besos y agasajara en los instantes de amor de sus cuerpos. Procuró imaginarla en su doloroso mutismo, envuelta ya en su propio espacio, perdida en medio de sus propias reflexiones, un ser desligado de él por el límite existente entre todas las cosas creadas.
De pronto, sintiéndo que estaba a punto de estallar en lágrimas, corrió hacia la calle y comenzó a andar sin rumbo...

Vinicius de Moraes. "Separación", en _Para vivir un gran amor_. Ediciones de la Flor, 1970.
Puede pasar que en el tren yendo del trabajo a casa abras la puerta de un lavabo y te encuentres a una morena con el pelo recogido y solamente unos pendientes largos temblando junto a su cuello liso y blanco, y que esté sentada dentro con la ropa de la cintura para abajo en el suelo. La blusa abierta sin nada debajo más que las manos sujetando los pechos. Las uñas de las manos, los labios y los pezones del mismo tono entre marrón y rojo. Las piernas tan blancas como el cuello y lisas como un coche que podrías conducir a doscientos cincuenta por hora, y su pelo igual de moreno en todas partes. Y ella se lame los labios.
Cierras de un portazo y dices:
-Lo siento.
Y del interior sale una voz que dice:
-No lo sientas.

Chuck Palahniuk. _Asfixia_. Ed. Mondadori, Barcelona 2001.
Todo era mucho más confuso de lo que había imaginado, sobre todo al inventar la existencia de varias personas, y empezaba a sospechar que ni siquiera lo había planeado con el suficiente detalle. Ya tenía tres personajes en su película personal, Paula, Ned y su madre (quien al contrario que los otros dos no era imaginaria, ya que había estado viva, aunque había que reconocer que de un tiempo a esta parte no lo estaba), y le daba en la nariz que si iba a seguir adelante con su historia, pronto tendría un plantel de miles de personajes secundarios. ¿Cómo iba a salirse con la suya? ¿Cuántas veces tendría que ser Ned raptado de forma más o menos razonable por su madre, o por su abuela materna, o por una banda internacional de terroristas? ¿Qué razón podía argüír para no invitar a Suzie a su piso, donde no había juguetes ni cunas ni pañales ni cuencos, por no hablar de un dormitorio para el niño? ¿No podía matar a Ned como consecuencia de alguna terrible enfermedad, o en un accidente de tráfico? Una verdadera tragedia, sí, pero la vida sigue. No, no parecía muy aconsejable. Cualquier padre se queda totalmente destrozado por la muerte de su hijo, y los años de dolor que serían necesarios para que resultase convincente terminarían por agotar sus recursos dramáticos. ¿Y Paula? ¿No podía Ned irse a vivir con su madre aun cuando ella no tuviese muchas ganas de verlo? En tal caso... En tal caso ya no sería un padre separado al cargo de su hijo, claro. Y de ese modo perdería incluso los papeles.
No, estaba claro que el desastre era inminente e inevitable. Mejor sería bajarse en marcha, largarse, dejarlos a todos con la impresión de que se encontraban ante un excéntrico, un inadaptado, nada más; desde luego, así nadie pensaría que era un pervertido, un fantaseador o cualquier otra de las cosas en que estaba a punto de convertirse. Pero largarse por las buenas no era muy propio de Will. No correspondía a su estilo. Siempre tenía la impresión de que algo estaba a punto de suceder, aun cuando nada sucediese o no hubiera la menor posibilidad de ello, como ocurría la mayor parte de las veces. En cierta ocasión, muchos años antes, cuando era niño, le había dicho a un compañero de clase (no sin antes cerciorarse de que su amigo no era aficionado a los libros para niños de C.S. Lewis) que por la parte posterior de su armario se accedía a un mundo diferente, y le invitó a su casa para que él mismo lo explorase. Podría haber cancelado la invitación con cualquier excusa, pero no estaba preparado para padecer un momento de vergüenza a menos que fuera inmediatamente necesario, y así estuvieron los dos metidos dentro del armario, entre las prendas colgadas de las perchas por espacio de unos minutos, hasta que Will murmuró que el mundo en cuestión estaba cerrado los sábados por la tarde. Esto lo mantuvo en pie, y recordaba haber albergado una genuina esperanza hasta el ultimísimo minuto: quizás allí haya algo, llegó a pensar, tal vez finalmente no quede en mal lugar. No hubo nada, y quedó en mal lugar, quedó fatal, de hecho, pero no sacó nada en claro de semejante experiencia; si acaso, diríase que le dejó con la sensación de que a la próxima vez le sonreiría la suerte. Y allí estaba, a sus treinta y tantos, sabedor de que de ninguna manera y en ninguna parte tenía un hijo de dos años, pero emperrado en la presuposición de que, cuando llegase la hora de la verdad, algún hijo aparecería, tal vez debajo de las piedras.

Nick Hornby. _Érase una vez un padre_. Ediciones B, Barcelona, 1999.
Eran, pues, de su tiempo. Se sentían a gusto consigo mismos. No eran, decían, del todo ilusos. Sabían mantener las distancias. Tenían desparpajo, o al menos lo intentaban. Tenían humor. Distaban mucho de ser tontos.

Un análisis profundo habría revelado fácilmente, en el grupo que formaban, corrientes divergentes, antagonismos sordos. Un sociómetro maniático y puntilloso no habría tardado en descubrir discrepancias, exclusiones recíprocas, enemistades latentes. A veces se daba el caso de que uno u otro de ellos, de resultas de incidentes más o menos fortuitos, de provocaciones larvadas, de desacuerdos disimulados, sembraba la discordia en el seno del grupo. Entonces, su hermosa amistad se venía abajo. Descubrían, con fingido estupor, que fulano, a quien creían generoso, era la mezquindad personificada, que mengano no era más que un egoísta. Se producían tiranteces, se consumaban rupturas. A veces hallaban un placer maligno en azuzarse unos contra otros. O bien aparecían las malas caras prolongadas, los períodos de distanciamiento acusado, de frialdad. Se evitaban y se justificaban sin cesar el que se evitasen, hasta que sonaba la hora de los perdones, de las reconciliaciones efusivas. Pues, a fin de cuentas, no podían pasar unos sin otros.
Estos juegos le ocupaban intensamento y dedicaban a ellos un tiempo precioso que, sin dificultad, habrían podido emplear en cosas muy diferentes. Pero estaban hechos de tal manera que, por más que lo sintieran a veces, el grupo que formaban los definía casi por completo. Fuera de él, carecían de vida real. Como todo, tenían la sensatez de no verse demasiado a menudo, de no trabajar siempre juntos, e incluso se esforzaban en mantener actividades individuales, zonas privadas en las que podían refugiarse, en las que podían olvidar un poco, no el grupo mismo, la mafia, el equipo, sino, por supuesto, la tensión que lo sustentaba. Su vida casi común hacía más fáciles los estudios, los viajes a provincias, las noches de análisis o redacción de informes; pero también los condenaba a ellos. Puede decirse que era su drama secreto, su debilidad común. Era aquello de lo que nunca hablaban.

Georges Perec. _Las cosas_. Anagrama, Barcelona, 2001.
El gusto propio, el de la propia boca, el de los dientes y el de la lengua húmeda, el de los labios resecos con gusto a sudor, se funde y desaparece en la consistencia de la carne blanca del pescado que se deshace bajo la trituración de los dientes; la sal y el pan primero saben por sí mismos, pero después se funden en el sabor único del bocado que el vino tinto penetra y contribuye a macerar. Recibe en la boca y comienza a triturar con los dientes un bocado y después recibe en la boca de su propia mano que se alza con el vaso un largo trago de vino y los jugos del alimento se mezclan y confunden con el sabor grueso del vino, mientras ve los cuerpos extenderse en dos hileras en dirección a la cabecera opuesta, hacia la inmovilidad amarilla del camino, moviéndose y emitiendo sonidos y voces que puede escuchar, y deja sobre la mesa el vaso sin nada cuyo contacto liso y frío permanece un momento como un eco de contacto que más es recuerdo contra la yema de sus dedos: uno de esos recuerdos que no parecen pasar a la memoria sino quedar, anacrónicos, adheridos al lugar de la sensación, ojos, dedos, lengua.

Juan José Saer. _El limonero real_. Alianza Bolsillo, Buenos Aires, 1987.
Estaba un poco inquieto, algo no marchaba. Demasiadas verdes. Un verde obstinado, maldito, como el de los bosques cuando ya no sirven. Guardé algunas piedras y me puse a escuchar. Nada. Luego seguí escarbando, pero ya no pude volver a concentrarme. Encontré un grupo de piedras alarmantemente amarillas que parecían pequeños limones momificados, una delicia, aunque torpes, demasiado generosas. Las típicas piedras que fascinaban a Blanca, ah neófitos, tan impresionables... Cuando se buscan piedras, cada cual termina escogiendo la que le corresponde.

Andrés Neuman. "La primera piedra", en _El que espera_. Anagrama.
-Pero quiero hacer el amor contigo. No sólo tener sexo.
-¿Y eso qué implica?
-Comunicación. Intensidad. No sé.
Mi corazón se encoge. Entre las ventajas de haber cunmplido los cuarenta, para mí, se incluyen: no tener que cambiar pañales, no tener que ir a sitios donde la gente baila y no tener que ser intensa con la persona con quien vivo.
-Por favor, inténtalo a mi manera -dice David lastimeramente.
Así que lo hago. Le miro a los ojos, le beso como él quiere que le bese, nos demoramos largo rato en cada cosa y, finalmente (sin que yo llegue al orgasmo, por cierto), me quedo tendida sobre su pecho mientras él me acaricia el pelo. Le he hecho, sí, y casi como él dice, pero no le veo la gracia.

(...)

Las oleadas de amor son..., no son para nosotros. Son para los crédulos, para los incautos, para los simples, para le gente cuyo cerebro se le ha ido pudriendo como la dentadura por las drogas blandas, para la gente que lee a Tolkien y a Erich von Däniken cuando ya tiene edad para conducir un coche... Admitámoslo, para gente que no es licenciada en Letras o Ciencias.

Nick Hornby. _Cómo ser buenos_. Anagrama. Barcelona, 2004.
Misty aboceta los garabatos de las paredes y no le habla a Angel de los retortijones. Se pasó la maldita tarde entera intentando dibujar una roca o un árbol y acabó arrugando el papel, asqueada. Intentó dibujar el pueblo que se veía a lo lejos, con el campanario y el reloj de la biblioteca, pero también arrugó aquello. Arrugó una pintura asquerosa de Peter que había intentado dibujar de memoria. Arrugó una pintura de Tabbi. Luego un unicornio. Se bebió un vaso de vino y buscó algo más que estropear con su falta de talento. Luego se comió otro bocadillo de ensalada de pollo con su extraño sabor a cilantro.
La mera idea de entrar en el bosque en penumbras para dibujar una estatua hecha trizas le erizaba el vello de la nuca. El reloj de sol caído. la gruta cerrada a cal y canto. Dios. En el prado el sol calentaba. La hierba estaba infestada de bichos. Más allá del bosque, las olas susurraban y rompían.
Mirando simplemente los márgenes a oscuras del bosque, Misty se imaginó al imponente bronce rompiendo el pincel con los brazos manchados y mirándola con sus ojos sin pupila y ciegos. Como si él hubiera matado a la Diana de mármol y cortado su cuerpo en pedazos, Misty lo imaginaba saliendo del bosque sigilosamente y yendo hacia ella.
De acuerdo con las normas del Juego Alcohólico de Misty Wilmot, cuando uno empieza a pensar que una estatua desnuda de bronce va a envolverte con sus brazos metálicos y aplastarte con su beso mientras tú te dejas las uñas intentando defenderte y le golpeas el pecho musgoso hasta tener sangre en las manos, bueno, es hora de tomar otra copa.

Chuck Palahniuk. _Diario / una novela_. Ed. Mondadori. Barcelona, 2004.
Dios sabe por qué demonios está limpiando Grace Wilmot. Lo que tiene que hacer es las maletas. Esta casa. Tu casa. La cubertería de plata de ley, con tenedores y cucharas tan grandes como herramientas de jardían. Sobre la chimenea del comedor hay un cuadro al óleo de Algún Wilmot Muerto. En el sótano hay un museo reluciente y venenoso de mermeladas y compotas petrificadas, vinos vetustos de fabricación casera, peras fechadas en el inicio de la nación y fosilizadas en sirope de color ámabr. El residuo pegajoso de la riqueza y del tiempo libre.
De todos los objetos inestimables que quedan atrás, esto es lo que rescatamos. Estos artefactos. Recuerdos. Souvenirs inútiles. Nada que se pueda subastar. Las cicatrices dejadas por la felicidad.

Chuck Palahniuk. _Diario / una novela_. Ed. Mondadori, Barcelona, 2004.
Popeye se volvió y la miró. Movió un poco la pistola, se la guardó en la chaqueta y avanzó hacia ella. No hacía el menor ruido al moverse; la puerta, sin sujección, se abrió para golpear después contra la jamba, pero tampoco hizo el menor ruido, era como si el sonido y el silencio se hubieran invertido. Temple podía oír el silencio como un susurro atronador mientras Popeye iba hacia ella atravesándolo, apartándolo, y empezó a decir: "Me va a pasar algo". Se lo estaba diciendo al anciano con las flemas amarillentas en lugar de ojos. "¡Algo me está pasando!", le gritó al viejo, sentado al sol en una silla, con las manos cruzadas sobre la empuñadura del bastón. "¡Se lo dije!", gritó, haciendo estallar las palabras como silenciosas burbujas calientes en el silencio cegador que los rodeaba, hasta que el anciano volvió la cabeza y los dos coágulos de flema hacia donde ella, tendida sobre las ásperas tablas bañadas por el sol, se agitaba, sacuidiendo los brazos y piernas. "¡Se lo dije! ¡Se lo dije desde el primer momento!"

William Faulkner. _Santuario_. Bruguera, Barcelona, 1982.
Distraído por el espectáculo de tantas casas vacías, subí al bordillo de la acera y me apoyé en un contenedor lleno de artículos domésticos. Los revolucionarios, siempre considerados con sus vecinos, había encargado una docena de esos enormes contenedores una semana antes del levantamiento.
Junto a la calle había un Volvo incendiado, pero como todavía imperaban las normas sociales, lo habían empujado hasta una zona de estacionamiento. Los rebeldes lo habían ordenado todo después de su revolución. Casi todos los coches volcados habían sido enderezados, y tenían las llaves de contacto puestas, listas para los encargados de recuperarlos.
El contenedor estaba lleno de libros, raquetas de tenis, juguetes y un par de esquíes chamuscados. Juanto a un blazer escolar había un traje casi nuevo de estambre, el uniforme diurno de un ejecutivo medio, metido entre los escombros como el deshechado uniforme de faena de un soldado que ha arrojado el fusil y se ha echado al monte. El traje parecía extrañamente vulnerable, la bandera abandonada de toda una civilización, y tuve la esperanza de que uno de los ayudantes se lo mostrara al ministro del Interior. Traté de pensar qué respuesta daría si me pidieran un comentario. Como miembro del Adler Institute, especializado en relaciones industriales y en psicología del lugar de trabajo, yo era nominalmente un experto en la vida afectiva de la oficina y en los problemas mentales de los mandos intermedios. pero no resultaba fácil encontrar una explicación convincente para el traje.
Kay Churchil habría sabido qué responder. Mientras atravesaba los charcos de agua de delante de su casa, oí su voz dentro de mi cabeza: agresiva, suplicante, sensata y totalmente loca. La clase media era el nuevo proletariado, la víctima de una conspiración secular, que por fin se deshacía de las cadenas del deber y de la responsabilidad civil.
Por una vez, la respuesta absurda era quizá la correcta.

J.G.Ballard. _Milenio negro_. Ed. Minotauro, Buenos Aires, 2004.
Tumbado en la tienda, Michel esperó la aurora. A eso del final de la noche estalló una tormenta muy violenta; le sorprendió darse cuenta de que estaba un poco asustado. Luego el cielo se calmó, y empezó a caer una lluvia lenta y regular. Las gotas golpeaban la tela con un ruido sordo, a pocos centímetros de su cara; pero él estaba a salvo del contacto. De repente tuvo el presentimiento de que su vida entera iba a parecerse a ese momento. Se movería entre las emociones humanas, y a veces estaría muy cerca de ellas; otros conocerían la felicidad o la desesperación; pero nada de eso tendría que ver jamás con él, ni podría alcanzarle. Durante la velada, Annabelle le había mirado muchas veces mientras bailaba. Él quería moverse, pero no podía; sentía con toda claridad que se estaba hundiendo en un lago helado. Sin embargo, todo era excesivamente tranquilo. Se sentía separado del mundo por unos cuantos centímetros de vacío, que formaban en torno a él un caparazón o una armadura.

Michel Houellebecq. _Las partículas elementales_. Anagrama, Barcelona, 1999.
La hizo sentar en una gran butaca y metió la cabeza bajo el paño negro que envolvía el aparato. Era una de esas cajas con la pared posterior de vidrio, donde la imagen se refleja ya casi como en una placa, espectral, un poco lechosa, separada de toda contingencia en el espacio y en el tiempo. Antonino tuvo la impresión de que veía a Bice por primera vez. Había una docilidad en la caída un poco pesada de los párpados, en el cuello tendido hacia adelante, que prometía algo escondido, así como su sonrisa parecía esconderse detrás del acto mismo de sonreír.

Italo Calvino. "La aventura de un fotógrafo", en _Los amores difíciles_. Tusquets, Barcelona, 1993.
Ella le había descrito el sitio a Cris durante el asado, la playa grande, la extensión abierta, el modo en que las olas le recordaban algo que ella iba a necesitar pero que nunca iba a poseer, el viento húmedo y goteante sugiriéndole que toda la piel pasa sin sentir todo lo que puede y debe, la dura luz del sol insinuando que sin embargo por ahí, quién sabe, algo permanece, no todo es otoño después de haber sido verano.
Su futuro marido y mi futuro padre se acercó a Milagros sigilosamente, como si él mismo fuera un emisario de las arenas claras, la tocó sin ostentación en el hombro, y antes de que ella se diera vuelta para mirarlo, ella ya sabía quién era, sabía que era él. Ésa era la razón por a que había huído, para forzarlo a él, a ese hombre, a que la rastreara hasta acá para verificar que ella no había mentido cuando juraba que había un sitio en el mundo donde no producía una tristeza irremediable oler las olas y saber que la brisa no es eterna y ver a un cangrejo que se muere sin una mirada que lo acompañe, que ese sitio sí existía. Ella se había fugado para ver si el tal Cristobal era capaz de seguir las huellas que ella había ido dejando tras de sí.

Ariel Dorfman. _La Nana y el iceberg_. Seix Barral, Buenos Aires, 1999.
¡Uf...!, ¡la gente! Me parece que hace falta mucho valor, o mucho de lo que sea, para entrar en los demás, en la gente. Todos pensamos que los demás viven es sus fortalezas, en sus fortificaciones: tras sus fosos, tras sus muros tachonados de pinchos y de cristales rotos. Pero la verdad es que habitamos en estructuras mucho más frágiles. Todos, diría yo, estamos construidos con materiales de mala calidad. O ni siquiera eso. Basta con meter la cabeza por debajo de la tienda de campaña y entrar a gatas. Si te dejan, claro.

Martin Amis. _La flecha del tiempo_. Ed. Anagrama, Barcelona, 1991.
¿Cuánto tiempo seguiríamos siendo fieles a las hermanas Lisbon? ¿Cuánto tiempo conservaríamos puro su recuerdo? En realidad, ahora ya no las conocíamos y sus nuevas costumbres --abrir una ventana, por ejemplo, para echar por ella un pañuelo de papel hecho una bola-- hacían que nos preguntásemos si alguna vez las habíamos conocido o si nuestros desvelos sólo habían sido huellas dactilares de fantasmas. Nuestros talismanes dejaron de ser efectivos. Tocar la falda escocesa que Lux llevaba en la escuela sólo evocaba un nebuloso recuerdo de los tiempos en que se la vimos puesta en clasa: una mano cansada que jugaba con el imperdible plateado, que se lo quitaba, que dejaba los pliegues sueltos sobre las rodillas desnudas, siempre a punto de abrirse en el minuto más impensado, pero nunca, nunca... Había que frotar varios minutos seguidos la falda para verlo con claridad. Las restantes dispositivas iban desvaneciéndose de la misma manera o, cuando accionábamos el proyector, no caía ninguna en la rendija del proyector y nos dejaba con la carne de gallina y los ojos clavados en una pared blanca.

Jeffrey Eugenides. _Las vírgenes suicidas_. Anagrama, Barcelona, 1993.
Lux se acercó a Chase Buell. Se acercó tanto que su aliento agitó levemente el cabello del chico. Y entonces, delante de todos, le desabrochó el cinturón. Ni siquiera tuvo que bajar la vista. Los dedos veían el camino y sólo una vez se equivocaron, lo que la obligó a hacer un movimiento con la cabeza, como el músico que falla una nota fácil. Todo el tiempo Lux tuvo los ojos clavados en los de Chase, encaramada siempre en las esferas de sus pies, y era tal el silencio de la casa que hasta oímos cómo le desabrochaba los pantalones. El ruido de la cremallera descendió por nuestra columna vertebral. Nadie se movió. Chase Buell no se movió. Los ojos de Lux, fuego y terciopelo, brillaban en la semipenumbra. En el cuello le palpitaba suavemente una vena, aquella en la que se supone que hay que poner el perfume precisamente por esa razón. Aunque se lo hacía a Chase Buell, todos teníamos la impresión de que nos lo hacía a nosotros, que se acercaba y nos poseía como sabía que podía poseernos.

Jeffrey Eugenides. _Las vírgenes suicidas_. Anagrama, Barcelona, 1993.
Como todo el mundo, asistimos a la fiesta de Alice O'Connor para olvidarnos un poco de las hermanas Lisbon. Los camareros negros, vestidos con chaquetas rojas, nos sirvieron alcohol sin pedirnos el carné de identidad y, a cambio, a eso de las tres de la madrugada, tampoco nosotros dijimos nada cuando les vimos cargar las cajas de whisky sobrantes en el maletero de un desvencijado Cadillac. Dentro, conocimos chicas a las que nunca se les había ocurrido quitarse la vida. Les servimos bebidas, bailamos con ellas hasta que ya no se tuvieron en pie y después las sacamos a la terraza cubierta. Perdieron los zapatos de tacón alto por el camino, nos besaron en la húmeda oscuridad y después se escabulleron y huyeron corriendo a vomitar recatadamente entre los arbustos. Mientras lo hacían, algunos de nosotros les sosteníamos la cabeza, luego dejábamos que se enjuagasen la boca con cerveza y seguidamente las volvíamos a besar. Las chicas estaban monstruosas con sus vestidos de ceremonia, confeccionados sobre jaulas de alambre. En lo alto de la cabeza tenían sujetas libras de cabello. Borrachas, besándonos o medio derribadas en las sillas, su destino era la universidad, el marido, el cuidado de los hijos, la infelicidad atisbada confusamente. En otras palabras: su destino era la vida.

Jeffrey Eugenides. _Las vírgenes suicidas_. Anagrama, Barcelona, 1993.
may i feel said he
(i'll squeal said she
just once said he)
it's fun said she

(may i touch said he
how much said she
a lot said he)
why not said she

(let's go said he
not too far said she
what's too far said he
where you are said she)

may i stay said he
(which way said she
like this said he
if you kiss said she

may i move said he
is it love said she)
if you're willing said he
(but you're killing said she

but it's life said he
but your wife said she
now said he)
ow said she

(tiptop said he
don't stop said she
oh no said he)
go slow said she

(cccome? said he
ummm said she)
you're divine! said he
(you are Mine said she)


e.e.cummings. "may i feel said he".
A guisa de stefana, mis abuelos llevaban coronas de cuerda entretejida. En el mar no había flores de modo que el kubari, un tal Pelos que hacía las veces de padrino, quitaba la corona de cáñamo al rey y se la ponía a la reina, se la quitaba a la reina y se la ponía al rey para luego volverlas a cambiar.
El novio y la novia ejecutaron la danza de Isaías. Juntas las caderas, cogidos de la mano con los brazos entrelazados, Desdémona y Lefty giraron en torno al capitán, una vez, dos veces, y luego otra, hilando juntos el capullo de la vida. Ninguna linearidad patriarcal en esa ceremonia. Los griegos nos casamos en círculo, para que se nos queden grabados los elementos esenciales del matrimonio: para ser feliz hay que encontrar variedad en la repetición; para avanzar hay que volver a donde se ha empezado.
Ahora bien, en el caso de mis abuelos, se trazó un triple círculo: cuando pasearon por cubierta la primera vez, Lefty y Desdémona seguían siendo hermanos. La segunda vez, eran novios. Y la tercera, marido y mujer.

Jeffrey Eugenides. _Middlesex_. Ed. Anagrama, Barcelona, 2003.