Andreas se sabía detestable y se gustaba así, decía cosas detestables y lo detestaba casi todo, pero más que nada se detestaba a sí mismo. Y eso precisamente, pensaba él, firmaba y sellaba su salvoconducto, su licencia para detestar.
¿Y qué era lo que más detestaba Andreas de sí mismo?
Su nombre, claro está, que era el mismo nombre de su padre u de su abuelo y también el de su hijo. Un nombre que sonaba ridículamente femenino y del que no había logrado librarse, ya que entre los Ringmayer era poco menos que una tradición sagrada. Un nombre que pasí de sus manos a las manos de su propio hijo como un regalo envenenado de que nadie, entre todos los Ringmayer, podía librarse. Y ésa era, al fin y al cabo, la naturaleza de su estirpe, una incapacidad manifiesta para guiar sus propias vidas y una capacidad ilimitada para la resignación y la obediencia. Lo que un Ringmayer decide no lo cambia otro, y así se había ido perpetuando, la suerte, el oficio (de abogado) y hasta los gestos, entre los varones de una familia que en el fondo apenas tenía nada bueno que guardar, ni herencias ni memorias ilustres. Los Ringmayer se pasaban ese nombre de unos a otros como si fuera un cofre vacío.


Ray Loriga. _El hombre que inventó Manhattan_. El Aleph, Barcelona, 2004.