Los negros se llamaban Oscar, Astor y Menenio, aunque la costumbre y la amistad habían reducido este último a Menio. Eran tres jóvenes alegres y sin complicaciones, ruidosos y desenfrenados en sus juegos, y bastante irascibles si alguien pretendía burlarse de ellos o de la raza negra en general; pero en cualquier otra circunstancia se mostraban obedientes y respetuosos, amantes de los niños y de los animales, en especial de los más tiernos, que pueden asarse simplemente ensartándolos en un palo. Altos y robustos, no tenían, por así decirlo, problemas; ni se imaginaban que la Humanidad pudiese tener un porvenir, y mucho menos un pasado; dormían a la intemperie, bebían de las fuentes y comían lo que encontraban; como carecían casi enteramente de memoria, no tenían ofensas que vengar, y cualquiera los hubiese considerado buenos.

Atanassim, en cambio, según decían sus conocidos, no era bueno; o mejor dicho, no se preocupaba mucho por parecer bueno, entre otras cosas porque todos sus esfuerzos en esa dirección tarde o temprano lo llevaban inexplicablemente en dirección opuesta. Dado que estaba obligado a vivir entre la gente, no le quedaban más que dos posibilidades de elección: actuar como actúan los demás, lo que a menudo resulta cansador y deprimente, o bien actuar como le diera la gana, lo que al fin y al cabo resulta todavía más cansador y deprimente. En consecuencia había elegido, como tantos otros, una suerte de vía intermedia: a veces actuaba como actúan los demás, y a veces actuaba como se le daba la gana.


J. Rodolfo Wilcock. _El templo etrusco_.Sudamericana, Buenos Aires, 2004.