Esa tendencia a traicionar, a mentir y ser perfectamente franca. A esconderte o a mostrarte mucho. Ese cuidado de cuidarte tanto para acabar narrando tu historia, tu verdad con pelos y señales a un desconocido. Esas ganas de huir, de salir corriendo cuando alguien muestra que empieza a conocerte, aunque no te reveles. Ese vértigo de quedarte. Esa indomable sed de alguien y de no estar con nadie. De envolver las caricias en palabras. Esas ganas de cambiar sin renunciar a nada. Esa hambre de imposibles. ¿Cómo pensar en esta confusión contradictoria? Es verdad y mentira, está bien y está mal y no hay salida.

Nada que hacer. Tómate un vaso de agua.

Héctor Abad Faciolince, _Tratado de culinaria para mujeres tristes_, Alfaguara, Bogotá, 1998.
Cáscara de coco, contento de jirimilla azul, por los dioses di, azucarada selena, suculenta sirena de las playas alumbradas, bajo un spotlight confiésate, lunática. Tú conoces los deseos desatados por las noches urbanas. Tú eres el recuerdo de remotos orgasmos reducidos a ensayos de recording. Tú y tus siete moños desalmados como un ave selenita, como ave fotoconductora de electrodos insolentes. Eres quien eres, Sirena Selena... y sales de tu luna de papel a cantar canciones viejas de Lucy Favery, de Sylvia Rexach, de la Lupe sibarita, vestida y adorada por los seguidores de tu rastro...

Mayra Santos-Febres. _Sirena Selena vestida de pena_. Mondadori, Barcelona, 2000.
...Si se piensa un domingo caminando por la ciudad con un tipo que acaba de conocer, recorriendo la feria de San Telmo, almorzando en una parrilla cerca del río, siente vergüenza ajena. Alguna vez, hace tanto, podía atravesar con cierta integridad las convenciones de la primera salida. Tomarse de la mano, levantar la cabeza, mirar juntos una cariátide allá arriba. Dios, se pregunta Cecilia, ¿por qué todos los enamorados de más de treinta -si es que alguien puede enamorarse después de los treinta- tienen esa costumbre de recorrer San Telmo mirando hacia arriba como turistas alemanes? Y después, el obligatorio descubrimiento de lugares exclusivos, luz de velas, vino blanco, mozos de librea con sonrisa cómplice de entregadores y una secuencia infinita de slides que causan un empacho kirsch. No, por favor no me muestres tu loft. No me interesa ver las fotos de tus hijos. No me gusta el rock. Y ni te molestes en regalarme flores porque sólo tolero los nardos. Ni te gastes en comprarme ese compact de Philip Glass. No se te ocurra dedicarme el último libro de Auster porque tengo todo Auster y además en inglés. No me subyugan ni tus tarjetas de crédito ni tus hectáreas cerca de Areco. No me cuentes de tu infancia, no me cuentes de tu ex, no me cuentes ni medio minuto de tu última sesión con el lacaniano y menos, todavía mucho menos, lo que esperás de una pareja y el significado de la palabra proyecto. Tampoco pretendas conquistarme con la posibilidad de New York acompañándote en un viaje de trabajo y después una semana en Puerto Vallarta. Sí, ya sé que ahí Huston filmó La noche de la iguana. Usá ese argumento para seducir alguna rusita posmo de cine club.

Guillermo Saccomano. "Deje su mensaje después de la señal", de _Animales domésticos_ Planeta, Buenos Aires, 1994.
Obedecí, esperé, no hice nada ni llamé a nadie, tan sólo volví a mi sitio en la cama, al que no era mío pero esa noche iba siéndolo, me puse de nuevo a su lado y entonces ella me dijo sin volverse y sin verme: "Cógeme, cógeme, por favor, cógeme", y quería decir que la abrazara y así lo hice, la abracé por la espalda, mi camisa aún abierta y mi pecho entraron en contacto con la piel tan lisa que estaba caliente, mis brazos pasaron por encima de los suyos, con los que se cubría, sobre ella cuatro manos y cuatro brazos ahora y un doble abrazo, y seguramente no bastaba, mientras la película de la televisión avanzaba sin su sonido en silencio y sin hacernos caso, pensé que algún día tendría que verla enterándome, blanco y negro. Me lo había pedido por favor, tan arraigado está en nuestro vocabulario, uno nunca olvida cómo ha sido educado ni renuncia a su dicción y a su habla en ningún momento, ni siquiera en la desesperación o en la cólera, pase lo que pase y aunque se esté uno muriendo. Me quedé un rato así, echado en su cama y abrazado a ella como no había planeado y a la vez estaba previsto, como era de esperar desde que entré en la casa y aun antes, desde que concertamos la cita y ella pidió o propuso que no fuera en la calle. Pero esto era otra cosa, otro tipo de abrazo no presentido, y ahora tuve la seguridad de lo que hasta entonces no me había permitido pensar, o saber que pensaba: supe que aquello no era pasajero y pensé que podía ser terminante, supe que no se debía al arrepentimiento ni a la depresión ni al miedo y que era inminente: pensé que se me estaba muriendo entre los brazos; lo pensé y de pronto no tuve esperanza de ir a salir de allí nunca, como si ella me hubiera contagiado su afán de inmovilidad y quietud, o tal vez ya era su afán de muerte, aún no, aún no, pero también no puedo más, no puedo más. Y es posible que ya no pudiera más, que ya no aguantara, porque a los pocos minutos —uno, dos y tres; o cuatro— le oí decir algo más y dijo: "Ay Dios, y el niño" e hizo un movimiento débil y brusco, seguramente imperceptible para quien nos hubiera visto pero que yo noté porque estaba pegado a ella, como un impulso de su cabeza que el cuerpo no llegó a registrar más que como amago y pálidamente, un reflejo fugitivo y frío, como si fuera la sacudida no del todo física que se tiene en sueños al creer que uno cae y se despeña o desploma, un golpe de la pierna que pierde el suelo e intenta frenar la sensación de descenso y de carga y vértigo —un ascensor que se precipita—, de caída y gravedad y peso —un avión que se estrella o el cuerpo que salta desde el puente al río—, como si justo entonces Marta hubiera tenido el impulso de levantarse e ir a buscar al niño pero no hubiera podido hacerlo más que con su pensamiento y su estremecimiento. y al cabo de un minuto más —y cinco; o seis— noté que se quedaba quieta aunque ya lo estaba, esto es, se quedó más quieta y noté el cambio de su temperatura y dejé de sentir la tensión de su cuerpo que se apretaba contra mí de espaldas como si empujara, como si quisiera meterse dentro del mío para refugiarse y huir de lo que el suyo estaba sufriendo, una transformación inhumana y un estado de ánimo desconocido (el misterio): empujaba su espalda contra mi pecho, y su culo contra mi abdomen, y la parte posterior de sus muslos contra la parte anterior de los míos, su nuca de sangre o barro contra mi cuello y su mejilla izquierda contra mi mejilla derecha, mandíbula contra mandíbula, y mis sienes, sus sienes, mis pobres y sus pobres sienes, sus brazos contra los míos como si no le bastara el abrazo, y hasta las plantas de sus pies descalzos contra mis empeines calzados, pisándolos, y allí se rasgaron sus medias contra los cordones de mis zapatos —sus medias oscuras que le llegaban a la mitad de los muslos y que yo no le había quitado porque me gustaba la imagen antigua—, toda su fuerza echada hacia atrás y contra mí invadiéndome, adheridos como si fuéramos dos siameses que hubiéramos nacido unidos a lo largo de nuestros cuerpos enteros para no vernos nunca o sólo con el rabillo del ojo, ella dándome la espalda y empujando, empujando hacia atrás y casi aplastando, hasta que cesó todo eso y se quedó quieta o más quieta, ya no hubo presión de ninguna clase ni tan siquiera la acción de apoyarse, y en cambio sentí sudor en mi espalda, como si unas manos sobrenaturales me hubieran abrazado de frente mientras yo la abrazaba a ella y se hubieran posado sobre mi camisa dejando allí sus huellas amarillentas y acuosas y pegada a mi piel la tela. Supe al instante que había muerto, pero le hablé y le dije: "Marta", y volví a decir su nombre y añadí: "¿Me oyes?" Y a continuación me lo dije a mí mismo: "Se ha muerto", me dije, "esta mujer se ha muerto y yo estoy aquí y lo he visto y no he podido hacer nada para impedirlo, y ahora ya es tarde para llamar a nadie, para que nadie comparta lo que yo he visto". Y aunque me lo dije y lo supe no tuve prisa por apartarme o retirarle el abrazo que me había pedido, porque me resultaba agradable —o es más— el contacto de su cuerpo tendido y vuelto y medio desnudo y eso no cambió en un instante por el hecho de que hubiera muerto: seguía allí, el cuerpo muerto aún idéntico al vivo sólo que más pacífico y menos ansioso y quizá más suave, ya no atormentado sino en reposo, y vi una vez más de reojo sus largas pestañas y su boca entreabierta, que seguían siendo también las mismas, idénticas, enrevesadas pestañas y la boca infinita que había charlado y comido y bebido, y sonreído y reído y fumado, y había estado besándome y era aún besable. Por cuánto tiempo. "Seguimos los dos aquí, en la misma postura y en el mismo espacio, aún la noto; nada ha cambiado y sin embargo ha cambiado todo, lo sé y no lo entiendo. No sé por qué yo estoy vivo y ella está muerta, no sé en qué consiste lo uno y lo otro. Ahora no entiendo bien esos términos". Y sólo al cabo de bastantes segundos —o fueron quizá minutos: uno y dos; o tres— me fui separando con mucho cuidado, como si no quisiera despertarla o le pudiera hacer daño al interrumpir mi roce, y de haber hablado con alguien —alguien que hubiera sido testigo conmigo— lo habría hecho en voz baja o en un cuchicheo conspiratorio, por el respeto que impone siempre la aparición del misterio si es que no hay dolor y llanto, pues si los hay no hay silencio, o viene luego. "Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo: desespera y muere".

Javier Marías. _Mañana en la batalla piensa en mí_ Punto de Lectura, 2001.
La verdad era que las personas como Fiona lo sacaban de quicio. De hecho, eran personas capaces de joderle la existencia a cualquiera.. No era nada fácil ir flotando sobre la superficie de las cosas; se necesitaba habilidad y coraje, y si alguien te decía que había pensado en quitarse la vida, siempre tendrías la sensación de verte arrastrado hacia abajo. De lo único que se trataba era de mantener la cabeza por encima del agua, supuso Will, y eso era así para todo el mundo, aunque los que tuviesen buenas razones para vivir, un trabajo, una serie de relaciones personales, animales de compañía, etcétera, ya se encontraran muy por encima de la superficie. Ésos habían vadeado la parte profunda y el agua no les llegaba más que a los tobillos, y sólo un accidente insólito, una ola aberrante salida de la máquina de las olas, podría terminar por hundirlos. Will, en cambio, seguía luchando. No hacía pie, acababa de tener un calambre, tal vez estuviese a punto de sufrir un corte de digestión por haberse metido en el agua justo después de comer; pero no le costaba imaginar mil maneras de que lo llevaran a la orilla, a ser posible una estupenda vigilante de la playa de melena rubia y vientre liso y musculoso, mucho después de que los pulmones se le hubieran llenado de agua y cloro. Necesitaba una boya a la que agarrarse, no un peso muerto como el de Fiona. Lo lamentaba muchísimo, pero así estaban las cosas. Y eso era exactamente Rachel: una boya capaz de mantenerlo a flote. Se fue a ver a Rachel.

Nick Hornby. _Érase una vez un padre_ Ediciones B, Barcelona, 1999.
Alguien preguntaba: «¿Cuál es tu primer recuerdo?»

Y ella respondía: «No me acuerdo.»

Casi todo el mundo lo tomaba a broma, aunque algunos sospechaban que se hacía la lista. Pero ella lo decía en serio.

—Sé lo que quieres decir —decían los comprensivos, disponiéndose a explicar y simplificar—. Siempre hay un recuerdo detrás del primero que te impide llegar a él.

Pero no: ella tampoco quería decir eso. Tu primer recuerdo no era algo como el primer sujetador, o el primer amigo, o el primer beso, o el primer polvo, o el primer matrimonio, o el primer hijo, o la muerte de uno de tus padres, o la primera intuición súbita de la lancinante desesperanza de la condición humana; no era nada de eso. No era una cosa sólida, tangible, que el tiempo, a su manera despaciosa y cómica, pudiese decorar con detalles fantasiosos a lo largo de los años —un remolino vaporoso de niebla, un nubarrón, una diadema—, pero nunca eliminar. Un recuerdo, por definición, no era una cosa, sino... un recuerdo. Un recuerdo ahora de un recuerdo un poquito anterior a un recuerdo previo a aquel recuerdo de cuando. Así, la gente estaba segura de que recordaba una cara, un rodillazo que les habían propinado, un prado en primavera; un perro, una abuelita, un animal de algodón cuya oreja se desintegraba, ensalivada, de tanto mordisquearla; la gente rememoraba un cochecito de niño, la vista desde ese coche, la caída desde el coche y el golpe con la cabeza contra el tiesto que su hermanito había volcado para subirse encima y examinar al recién llegado (aunque muchos años después empezarían a preguntarse si aquel hermano no les habría arrancado del sueño y golpeado la cabeza contra el tiesto en un arranque primario de cólera fraterna...). La gente recordaba estas escenas con la mayor certeza, de forma incontrovertible, pero ella recelaba, dudaba de que no fuese un relato ajeno —fuera cual fuese su fuente y su intención—, un fantaseo ilusorio o el intento sigilosamente calculado de apresar el corazón del oyente entre el pulgar y el índice y pellizcarlo de suerte que la moradura creciese hasta el brote del amor. Martha Cochrane habría de vivir un largo tiempo, y en todos los años de su vida no encontraría nunca un primer recuerdo que, a su entender, no fuese falaz.

Así que ella también mentía.

Julian Barnes, _Inglaterra, Inglaterra_. Anagrama, Buenos Aires, 1998.
El hombre y ella, en cambio, todavía no tenían agallas, nadaban cada uno por su andarivel, como peatones obedientes, como juguetes a cuerda. Sin embargo estaban en la misma agua y se cruzaban, en cada largo, inevitablemente, cada vez en un punto distinto sobre aquellos veinticinco metros de ida y veinticinco de vuelta. Un mediodía, antes de que ella se sumergiera, él se sacó las antiparras, la miró con ojos azules, como de azulejo, pensó ella, y le dijo "está un poco fría". Ella se zambulló pensando en aquellos ojos de azulejo pero también en el pecho del hombre y la forma tensa y precisa en que se estrechaba hasta llegar a la cintura. "Para mí está tibia" le contestó cuando salió a la superficie y qué tontas las palabras, pensó, qué manera tan pálida a veces de tocar las cosas.

El cortejo acuático se prolongó todavía por un tiempo. Ella nadaba para él con sus brazadas más elásticas. Hacía elegantes corcoveos para pasar del pecho a la espalda. Se sacaba la gorra de goma y dejaba que el pelo flotara en el agua. Él la deslumbraba con su salto del ángel y sus grandes abrazos al aire cuando nadaba mariposa. Un día los dos se olvidaron las antiparras y dejaron que sus ojos se irritaran libremente de miradas y de cloro. Pasaron a milímetros uno del otro, pensando en delfines y sirenas y las palabras más o menos tontas tejieron la urdimbre necesaria hasta que por fin se zambulleron en otras aguas.

Lirios Azules se llamaba el hotel, pero después de varios encuentros lo bautizaron Delirios Azules.

Hubo otros bautismos. Ella le echó agua de la pileta sobre la frente y los hombros y le dijo que se llamaría Crawl. Un estilo que él nadaba con admirable coordinación (apenas sacaba la cabeza para tomar aire, mientras que ella emergía siempre como desesperada. Nadás crawl como si te ahogaras dijo él). Pero sobre todo, dijo ella, Crawl es nombre de amante sueco, o extraterrestre, y le pidió por favor que nunca le dijera su verdadero nombre. Ella tampoco le confesó el suyo. Solamente le dijo que empezaba con "a" y entonces se llamó a lo largo del tiempo Amanda, Adela, Alejandra, Amelia, pero sobre todo "mi cielo", porque él, aunque también quisiera jugar, era un hombre sentimental.

Inés Fernández Moreno. "Un amor de agua", en _Hombres como médanos_, Alfaguara, BsAs, 2003.
Rosario cayó sobre él.

Estaban solos, Rosario y Byron Roberts, y Rosario cayó sobre él, vertiginosa, desnuda, cruel.

Rosario no gruñía. Rosario no jadeaba. Rosario no gemía. Rosario no se permitía el suspiro. Rosario no se permitía los estertores que acompañan la destilación de las leches.

No, no fue sobre la tabla de la mesa en la que cenaban ella, Farrell y Byron Roberts. No fue en el piso de la comisaría, ni en un recoveco que oliese a encierro, a desechos que esperaba el fuego. Fue en la cama que Farrell compró a plazos.

Rosario le quitó la ropa a Byron Roberts, y tendió a Byron Roberts en la cama que Farrell compró a plazos. Lo tendió boca arriba, y lo domó.

Andrés Rivera, _Hay que matar_, Alfaguara, Buenos Aires, 2001
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie, así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. (...) Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Paul Auster, _Smoke & Blue in the face_, Anagrama, Barcelona 1995.
Stick Boy and Match Girl in Love

Stick Boy liked Match Girl,
he liked her a lot.
He liked her cute figure,
he thought she was hot.

But could a flame ever burn
for a match and a stick?
It did quite literally;
he burned up pretty quick.

Tim Burton, _The Melancholy Death of Oyster Boy & Other Stories_
«Mi amor.» Repetir estas dos palabras durante diez páginas, escribirlas ininterrumpidamente, sin descanso, sin ningún claro, primero lentamente, letra a letra, dibujando las tres colinas de la m manuscrita, el lazo flojo de la e como brazos reposando, el profundo lecho de río que en la letra u se excava (*), y luego el asombro o el grito de la a sobre ahora las ondas marinas de otra m, la o que sólo puede ser este único y nuestro sol, y en fin la r hecha casa, o cobertizo, o dosel. Y luego transformar todo este dibujo en un único hilo trémulo, una señal de sismógrafo, porque los miembros se erizan y chocan, mar blanco de la página, toalla luminosa o sábana tendida. «Mi amor», dijiste, y yo lo dije, abriéndote mi puerta toda, y entraste. Abrías mucho los ojos al avanzar hacia mí, para verme mejor o más de mí, y posaste tu bolso en el suelo. Y antes de que yo te besara, dijiste, para que lo pudieses decir serena: «Vengo a quedarme esta noche contigo». No viniste ni pronto ni tarde, viniste a la hora cierta, en el minuto exacto, en el preciso y precioso descansillo del tiempo en el que yo podía esperarte. Entre mis pobres cuadros, rodeados de cosas pintadas y atentas nos desnudamos. Tan fresco tu cuerpo. Ansiosos, y no obstante sin prisa. Y luego, desnudos, nos miramos sin vergüenza, porque el paraíso es estar desnudo y saber. Despacio (sólo despacio podría ser, sólo despacio) nos acercamos, y, ya cerca, de repente unidos, y trémulos. Apretados el uno contra el otro, mi sexo, tu vientre, tus brazos cruzados sobre mi cuello, y nuestras bocas, lenguas, y los dientes, respirándose, alimentándose, hablando sin palabras dichas, en un gemido interminable, como una vibración, letras inarticuladas, pausa. Nos arrodillamos, subimos el primer peldaño, y luego lentamente, como si el aire nos amparase, caíste de espaldas y yo sobre ti, tan desnudos, y luego rodamos desnudos, tú sobre mi cuerpo, tu pecho elástico, y los muslos cubriéndome, y los muslos como alas. Sobre mi nos unimos y rodamos otra vez, yo sobre ti, tu pelo ardiendo, ahora mis manos abiertas sobre el suelo como si sobre los hombros sostuviera el mundo, o el cielo, y en el espacio entre nosotros dos las miradas tensas, luego turbadas, y el rugir de la sangre fluyendo y refluyendo en las venas, en las arterias, latiendo en las sienes, barriendo bajo la piel el cuerpo y el cuerpo. Somos nosotros el sol, las paredes ruedan, los libros, los cuadros, Marte, Júpiter, Saturno, Venus, el minúsculo Plutón, la Tierra. He ahí ahora el mar, no mar largo y océano, sino la ola desde el fondo apretada entre dos paredes de coral y subiendo, subiendo hasta estallar en espuma, chorreante. Murmullo o secreto de aguas derramadas sobre los musgos. La oleada retrocede hacia el misterio de las fosas submarinas, y tú dijiste: «Mi amor». Alrededor del sol, los planetas vuelven a su grave, lenta caminata, y nosotros que estamos lejos los vemos ahora parados, otra vez cuadros y libros, y paredes en vez de cielo profundo. Es de noche otra vez. Te levanto del suelo, desnuda. Te apoyas en mi hombro y pisas el mismo suelo que yo. Mira, son nuestros pies, herencia enigmática, plantas que dibujan, ellas, el poco espacio que ocupamos en el mundo. Estamos en el marco de la puerta. ¿Sientes la película invisible que hay que romper, el himen de las casas, desgarrado y renovado? Dentro hay un cuarto. No te prometo el cielo claro y las nubes lentas de Magritte. Estamos los dos húmedos como si hubiéramos salido del mar y entramos como en una caverna donde la oscuridad se siente en el rostro. Una pequeña luz apenas. Cuanto baste para verte y para que me veas. Te acuesto en la cama, y tú abres los brazos y planeas sobre la página blanca. Me inclino sobre ti, es tu cuerpo que respira, falda de montaña y fuente. Tienes los ojos abiertos, tienes los ojos abiertos siempre, pozos de miel luminosa. Y tus cabellos arden, campo de trigo maduro. Digo «Mi amor» y tus manos descienden sobre mi desde la nuca a la raíz de la columna. Hay en mi cuerpo una antorcha. Se abren otra vez, alas, tus muslos. Y suspiras. Te conozco, reconozco donde estoy: mi boca se abre sobre tu hombro, mis brazos en cruz acompañan a tus brazos hasta los dedos clavados con una fuerza que no es nuestra. Como dos corazones, nuestros vientres laten. Gritaste, amor mio. Es todo el cielo el que grita sobre nosotros, parece que todo va a morir. Ya soltamos las manos, ya ellas se perdieron y encontraron, en las nucas, el pelo, y ahora abrazados esperamos la muerte que se acerca. Te estremeces. Me estremezco. Nos vemos sacudidos de la cabeza a los pies, y nos agarramos al borde de la caída. No se puede evitar. El mar va entrado ahora mismo, nos hace rodar sobre esta playa blanca, o esta página, revienta sobre nosotros. Gritamos, sofocados. Y yo dije «mi amor». Duermes, desnuda, bajo la primera luz de la mañana, veo tu seno recortado en el contraluz de la impalpable película de la puerta. Despacio, poso mi mano en tu vientre. Y respiro, sosegado.

(*) La forma apocopada mi del adjetivo posesivo portugués es meu, de aquí las apreciaciones sobre la e y la u de Meu amor. (N. del T)

José Saramago _Manual de pintura y caligrafía_. Alfaguara, Buenos Aires, 1999.
INSTRUCCIONES PARA DAR CUERDA AL RELOJ

Allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus pequeños rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.

Julio Cortázar. _Historias de Cronopios y de Famas_. Sudamericana, Buenos Aires, 1987.
... Y encima, más que seguro, en estos tiempos, casi todos son todavía reptiles. Pocos, muy poco, aspiran a pájaro —aquí o allá, entre lo que repta, babea, acecha, envenena, en algún rincón oscuro, y a veces sin haberlo deseado, por alguna causa ignorada por él mismo, alguno empieza a transformarse, a ver, con extrañeza, que le crecen plumas, un pico, alas, que ruidos no totalmente odiosos salen de su garganta y que puede, si quiere, dejar atrás todo eso, echarse a volar. Desde el aire, si mira hacia abajo, puede ver de qué condición terrible proviene cuando percibe lo que a ras del suelo, como él mismo hasta hace poco, corrompe, pica, viborea. Todo eso desgarra, mata, muere, en el susurro, el roce helado, el bisbeo, con saña trabajosa y obtusa, sin escrúpulos y quizás sin odio, asumiendo, en la naturalidad y hasta en el deber ni siquiera pensando o deseando, la defensa, la multiplicación, la persistencia, el territorio de la especie reptil...

Juan José Saer, _Lo imborrable_, Alianza Editorial, BsAs, 1993.