Distraído por el espectáculo de tantas casas vacías, subí al bordillo de la acera y me apoyé en un contenedor lleno de artículos domésticos. Los revolucionarios, siempre considerados con sus vecinos, había encargado una docena de esos enormes contenedores una semana antes del levantamiento.
Junto a la calle había un Volvo incendiado, pero como todavía imperaban las normas sociales, lo habían empujado hasta una zona de estacionamiento. Los rebeldes lo habían ordenado todo después de su revolución. Casi todos los coches volcados habían sido enderezados, y tenían las llaves de contacto puestas, listas para los encargados de recuperarlos.
El contenedor estaba lleno de libros, raquetas de tenis, juguetes y un par de esquíes chamuscados. Juanto a un blazer escolar había un traje casi nuevo de estambre, el uniforme diurno de un ejecutivo medio, metido entre los escombros como el deshechado uniforme de faena de un soldado que ha arrojado el fusil y se ha echado al monte. El traje parecía extrañamente vulnerable, la bandera abandonada de toda una civilización, y tuve la esperanza de que uno de los ayudantes se lo mostrara al ministro del Interior. Traté de pensar qué respuesta daría si me pidieran un comentario. Como miembro del Adler Institute, especializado en relaciones industriales y en psicología del lugar de trabajo, yo era nominalmente un experto en la vida afectiva de la oficina y en los problemas mentales de los mandos intermedios. pero no resultaba fácil encontrar una explicación convincente para el traje.
Kay Churchil habría sabido qué responder. Mientras atravesaba los charcos de agua de delante de su casa, oí su voz dentro de mi cabeza: agresiva, suplicante, sensata y totalmente loca. La clase media era el nuevo proletariado, la víctima de una conspiración secular, que por fin se deshacía de las cadenas del deber y de la responsabilidad civil.
Por una vez, la respuesta absurda era quizá la correcta.

J.G.Ballard. _Milenio negro_. Ed. Minotauro, Buenos Aires, 2004.