Alargué el brazo e intenté tocarla, pero ella se echó hacia atrás. Los labios le temblaban. A continuación, alzó las dos manos y empezó a desabrocharse la bata. Tenía siete botones. Contemplé, cual si fuera una prolongación del sueño, cómo sus hermosos y delgados dedos iban desabrochándolos, uno tras otro. Una vez hubo soltado los siete pequeños botones blancos, Naoko, como una serpiente que se desprende de su piel, dejó que la bata se deslizara desde los hombros hasta la cadera y quedó completamente desnuda, pues no llevaba nada debajo. Lo único que tenía puesto era el pasador con forma de mariposa. Naoko, todavía arrodillada en el suelo, se quedó mirándome. Bañado por la suave luz de la luna, su cuerpo tenía el lustre de la carne recién nacida, y casi despertaba compasión. Al moverse -en un movimiento apenas perceptible-, las partes bañadas por la luz de la luna se desplazaron levemente, las sombras que teñían su cuerpo cambiaron de forma. Los pechos redondos y llenos, los pequeños pezones, la cavidad del ombligo, las caderas, el vello púbico, todas las texturas de aquella sombra cambiaron de forma, igual que las ondas sobre la superficie de un lago.


Haruki Murakami. _Tokio Blues_. Tusquets, Buenos Aires, 2005.
El fuego entre un hombre y una mujer es como el de las fogaratas. Por algo los tangos hablan de pasiones abrasadoras, sentimientos encendidos, besos que queman. Lo sabemos sin entenderlo. Más importante ahora es recolectar el kerosene.


Guillermo Saccomanno. _El pibe_. Planeta, Buenos Aires, 2006.
Muchos antes de conocerla y muchos sueños antes de dirigirle la palabra, contemplé conmovido una de esas escenas que permanecen para siempre en los archivos mágicos de la memoria: un matador español -Miguel o Gabriel Márquez- caminó lentamente hacia la barrera y le brindó engallado la muerte del primer toro. Y mientras los viejos aficionados de Acho aplaudían orgullosos intentando recordar desde cuándo no le brindaban un toro a una señorita limeña, mis ojos se precipitaron sobre Ninotchka y su vestido rojo. Rojo como un incendio secreto. Rojo como el capote de aquel torero en cuyos brazos imaginé a Ninotchka, desfallecida como Matilde Urbach.


Fernando Iwasaki. _Libro del mal amor_. RBA, Barcelona, 2001.
Empezaron a hablar de otros temas no relacionados con su amor. En las cartas que Emma le escribía, le hablaba de versos, de la luna, de las estrellas, como si echara mano de aquellos ingenuos recursos, sucedáneos externos de una pasión debilitada que se empeñaba en reavivar. Siempre se estaba proponiendo disfrutar en el próximo viaje de una profunda felicidad. Pero luego tenía que reconocer que no había sentido nada del otro mundo. Aquella decepción se borraba enseguida al calor de nuevas esperanzas y volvía a él cada vez más encendida y ávida. Se desnudaba de una manera brutal, desatándose las finas cintas de su corpiño, que caía sussurrante en torno a sus caderas como un reptil que se desliza. Se dirigía de puntillas, descalza, a comprobar si estaba bien corrido el pestillo de la puerta y luego, de un solo ademán, dejaba caer toda su ropa al suelo. Y se apretaba con un profundo estremecimiento contra su cuerpo, pálida, silenciosa y grave.


Gustave Flaubert. _Madame Bovary_. Tusquets, Barcelona, 1993.
Debo ser positivo mientras lloro. No quiero cocerme en mis frustraciones. Pero no, mientras lloro no puedo pensar bien ni mal. Las lágrimas todo lo echan abajo y no es cuestión de pensar, es cosa de sentir para no estropear el llanto. Me dejo llevar por las lágrimas y la música. Hasta los surcos de agua salada que se desliza por la cara se mueven al ritmo de los violines, como debe ser. Para eso se creó también la música, como un vehículo que surca el río de nuestras desgracias.

Jesús Ruiz Mantilla. _Gordo_. RBA, Barcelona, 2005.
—También hay buenos momentos —añadía Tom, resistiéndose a que Harry dijera la última palabra—. Indelebles momentos de gracia, éxtasis minúsculos, milagros inesperados. Pasar tranquilamente por Times Square a las tres y media de la madrugada, sin nada de tráfico, y encontrarse de pronto solo en el centro del mundo, con esa lluvia de luces de neón cayéndote encima. Hacer que el velocímetro pase de ciento veinte por el Belt Parkway justo antes de amanecer y sentir cómo te inunda el olor del océano por la ventanilla abierta. O cruzar el Puente de Brooklyn en el preciso instante en que la luna llena aparece en medio del arco, y eso es lo único que se ve, la brillante esfera amarilla de la luna, tan grande que da miedo, y entonces te olvidas de que vives en la tierra y te imaginas que en realidad estás flotando por el espacio. Ningún libro puede reproducir esas cosas.


Paul Auster. _Brooklyn Follies_. Anagrama, Buenos Aires, 2006.
En su quinto día de quedarse en la cama, ya habrían jurado que llevaban toda la vida juntos. Pasarse día tras día en la cama producía probablemente la misma sensación que ser un vampiro. Imagínate estar viva durante un millar de años y seguir cometiendo el mismo estúpido error. Durante miles de años sigues yendo a bares y discotecas y creyendo que te los estás pasando en grande. Te imaginas que eres el centro de atención. Tienes un marido que te parece guapo. Crees que los dos estáis buenísimos.
(...) Ahora ya no tenía sentido salir de la cama y borrar la cinta de vídeo. Sería como romper un espejo porque te enseña la verdad. Como matar al mensajero que trae malas noticias.
—Cuando te pasas día tras día en la cama —dice la señora Clark—, te dan cuenta de que lo que mata a los vampiros no son las estacas de madera. Es toda la carga emocional y las decepciones que tienen que llevar encima siglo tras siglo.
Te conviene pensar que cada vez te vuelves más listo y gracioso. Que mientras te sigas esforzando, vas lanzado a ese Gran Éxito. Así es como te sentirías siendo un vampiro durante tal vez los primeros dos centenares de años. Después, lo único que tendrías sería la misma relación fracasada multiplicada por doscientos.


Chuck Palahniuk. _Fantasmas_. Mondadori, Buenos Aires, 2006.
La señora Ota tenía al menos cuarenta y cinco años, unos veinte más que Kikuji, pero logró que él olvidara su edad cuando hicieron el amor. Kikuji sentía que tenía entre sus brazos a una mujer más joven que él mismo.
Al compartir una felicidad que provenía de la experiencia de la mujer, Kikuji no sentía nada de la reticencia bochornosa de la inexperiencia.
Sentía como si fuera la primera vez que conocía a una mujer y como si por primera vez se conociera a sí mismo como hombre. Era un extraordinario despertar. Nunca había imaginado que una mujer podía ser tan enteramente dócil y receptiva, una pareja que lo acompañaba y, al mismo tiempo, lo inducía a sumirse en una fragancia tibia.


Yasunari Kawabata. _Mil grullas_ Emecé, Buenos Aires, 2005.
Andreas se sabía detestable y se gustaba así, decía cosas detestables y lo detestaba casi todo, pero más que nada se detestaba a sí mismo. Y eso precisamente, pensaba él, firmaba y sellaba su salvoconducto, su licencia para detestar.
¿Y qué era lo que más detestaba Andreas de sí mismo?
Su nombre, claro está, que era el mismo nombre de su padre u de su abuelo y también el de su hijo. Un nombre que sonaba ridículamente femenino y del que no había logrado librarse, ya que entre los Ringmayer era poco menos que una tradición sagrada. Un nombre que pasí de sus manos a las manos de su propio hijo como un regalo envenenado de que nadie, entre todos los Ringmayer, podía librarse. Y ésa era, al fin y al cabo, la naturaleza de su estirpe, una incapacidad manifiesta para guiar sus propias vidas y una capacidad ilimitada para la resignación y la obediencia. Lo que un Ringmayer decide no lo cambia otro, y así se había ido perpetuando, la suerte, el oficio (de abogado) y hasta los gestos, entre los varones de una familia que en el fondo apenas tenía nada bueno que guardar, ni herencias ni memorias ilustres. Los Ringmayer se pasaban ese nombre de unos a otros como si fuera un cofre vacío.


Ray Loriga. _El hombre que inventó Manhattan_. El Aleph, Barcelona, 2004.
Jacobo, los ojos cazadores, verdes, felinos, sobre la piel muy oscura, quemada por el sol (o por un ancestro africano, vaya uno a saber), sigue extasiado mirándola despacio, hundido en sus ensueños. La vida, para él, cobra sentido a ratos, solamente, y esos ratos coinciden con la lectura de algo que lo exalte, o con la ilusión de que en algunas horas, días, meses, podrá conocer un cuerpo que por algún motivo lo seduzca. Hoy pudo leer algo sobre Angosta, y se entretuvo, pero mejor aún, acaba de encontrar a una muchacha a la que sueña con ver desnuda, con poderla tocar, besar, oler, abrazar. Otro verbo se le viene a la cabeza ya desbocada, más tosco y caballuno, pero lo rechaza de su mente con un gesto de la mano, como si se estuviera espantando una mosca. Es verdad que lo piensa, eso que no se dice ni le gusta confesarse, no por un pudor que ya no tiene, sino por preservar en sus nuevas relaciones un espacio a algo que no quisiera que fuera siempre carne, sólo carne. Decide no pensarlo más, la mira solamente.


Héctor Abad Faciolince. _Angosta_. Seix Barral. Buenos Aires, 2004.