El gusto propio, el de la propia boca, el de los dientes y el de la lengua húmeda, el de los labios resecos con gusto a sudor, se funde y desaparece en la consistencia de la carne blanca del pescado que se deshace bajo la trituración de los dientes; la sal y el pan primero saben por sí mismos, pero después se funden en el sabor único del bocado que el vino tinto penetra y contribuye a macerar. Recibe en la boca y comienza a triturar con los dientes un bocado y después recibe en la boca de su propia mano que se alza con el vaso un largo trago de vino y los jugos del alimento se mezclan y confunden con el sabor grueso del vino, mientras ve los cuerpos extenderse en dos hileras en dirección a la cabecera opuesta, hacia la inmovilidad amarilla del camino, moviéndose y emitiendo sonidos y voces que puede escuchar, y deja sobre la mesa el vaso sin nada cuyo contacto liso y frío permanece un momento como un eco de contacto que más es recuerdo contra la yema de sus dedos: uno de esos recuerdos que no parecen pasar a la memoria sino quedar, anacrónicos, adheridos al lugar de la sensación, ojos, dedos, lengua.

Juan José Saer. _El limonero real_. Alianza Bolsillo, Buenos Aires, 1987.
Estaba un poco inquieto, algo no marchaba. Demasiadas verdes. Un verde obstinado, maldito, como el de los bosques cuando ya no sirven. Guardé algunas piedras y me puse a escuchar. Nada. Luego seguí escarbando, pero ya no pude volver a concentrarme. Encontré un grupo de piedras alarmantemente amarillas que parecían pequeños limones momificados, una delicia, aunque torpes, demasiado generosas. Las típicas piedras que fascinaban a Blanca, ah neófitos, tan impresionables... Cuando se buscan piedras, cada cual termina escogiendo la que le corresponde.

Andrés Neuman. "La primera piedra", en _El que espera_. Anagrama.