tag:blogger.com,1999:blog-35952762024-02-28T19:52:23.473-03:00La Lectorayaelhttp://www.blogger.com/profile/07979758424777325637noreply@blogger.comBlogger90125tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-65798733935239066072010-05-29T11:10:00.000-03:002010-05-29T11:10:48.742-03:00"Breavman siempre envidió a los antiguos artistas que tenían ideas grandes y aceptadas que servir. Así, podían aplicar el color del oro y escribir de la gloria. La muerte de un dios en escarlata y fulgente dorado a la hoja es muy diferente al derrumbe de un borracho en un triste café, diga lo que diga la literatura marginal.<br />
Nunca se describía como poeta ni a su obra como poesía. el hecho de que las líneas no lleguen al borde de la página no lo garantiza. La poesía es un veredicto, no una ocupación. Detestaba discutir sobre técnicas de versificación. El poema es una cosa sucia, sangrienta, quemante que, antes que nada, debe ser agarrada con las manos desnudas. Alguna vez, el fuego celebró la Luz, el polvo la Humildad, la sangre el Sacrificio. Ahora los poetas son tragafuegos profesionales, que actúan por cuenta propia en cualquier feria. El fuego pasa con facilidad y no honra a nadie en especial."<br />
<br />
Leonar Cohen. <i>_El juego favorito_</i>. Edhasa, Buenos Aires, 2009.Unknownnoreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-40214702290825801402009-12-29T16:47:00.003-03:002009-12-29T17:25:18.448-03:00"Me convencí de que no había visto nada. Lo había hecho muchas veces con anterioridad (cuando mi padre me pegaba, la primera vez que rompí con Jayne, cuando sufrí la sobredosis en Seattle, cada vez que pensaba en acercarme a mi hijo) y era un experto a la hora de borrar la realidad. Como escritor, me resultaba fácil imaginar una escena más plausible que la que en realidad se había representado. Por lo tanto, sustituí los escasos diez minutos de montaje -que comenzaban en el jardín de los Allen y terminaban conmigo empuñando un arma en el cuarto de mi hijo mientras un coche de mi pasado desaparecía por la calle Bedford- por otra cosa. Tal vez mi mente había empezado a divagar mientras escuchaba las voces crispantes a la mesa de los Allen. Tal vez la marihuana había creado esas manifestaciones que supuestamente había presenciado. ¿Creía lo que había visto anoche? ¿Cambiaba algo que lo creyera? ¿Sobre todo teniendo en cuenta que nadie más me creía y que carecía de pruebas? Como escritor presentas tendenciosamente todas las pruebas en favor de las conclusiones que deseas alcanzar y rara vez te inclinas por la verdad. Pero puesto que la mañana del tres de noviembre la verdad era irrelevante -porque la verdad había sido inhabilitada-, me sentí libre de inventar otra película. Y puesto que se me daba bien inventar cosas y detallarlas meticulosamente, otorgándoles todo el efecto y brillo necesarios, comencé a realizar una película nueva con escenas diferentes y un final más feliz que no me dejara temblando en el cuarto de invitados, solo y asustado. Pero eso es lo que hace un escritor: su vida es una vorágine de mentiras. Centra su punto focal en el adorno. Es lo que hacemos para complacer a los demás. Es lo que hacemos para escapar. La vida física de un escritor es básicamente estancamiento y para combatir dicha limitación hay que construir un mundo y un yo distintos a diario. El problema al que me enfrentaba esa mañana consistía en que debía componer una alternativa pacífica al terror de la noche anterior, cuando gran parte de la vida de un escritor consiste en fomentar el drama y el dolor y, además, la derrota es buena para el arte: si era de día lo transformábamos en noche, si era amor lo convertíamos en odio, la serenidad devenía caos, la amabilidad se volvía brutalidad, Dios pasaba a ser el diablo y una hija una puta. A mí se me había recompensado de manera desmesurada por participar en este proceso y a menudo las mentiras escapaban de mi vida de escritor -una esfera de conciencia estanca, un espacio suspendido fuera del tiempo donde las falsedades flotaban en la blancura de una pantalla vacía- y se colaban en la parte de mí táctil y viva. Pero reconozco que ese tercer día de noviembre me encontraba en un punto en que creía que las dos partes se habían fundido y ya no distinguía una de otra.<br />O al menos, eso me decía a mí mismo. Porque no me engañaba. Sabía lo que había ocurrido la noche anterior.<br />Anoche era la realidad."<br /><br />Bret Easton Ellis. _<em>Lunar Park</em>_. Mondadori, Barcelona, 2006.Unknownnoreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-34818834873729180002009-09-10T16:55:00.002-03:002009-09-10T17:01:36.353-03:00"(Garabatos escritos en el margen algunas semanas después, para uso de novelistas: "Durante tres latidos, el cuerpo de ella se fundió con el cuerpo del otro encima de ella. Sus uñas se clavaron en el cabello del otro. De su garganta surgieron gritos, y ella escuchaba la voz del otro susurrarle palabras extrañas, incomprensibles. Un cuarto de hora después estaba sola. A través de los cristales rotos penetraba el sol en amplios haces de luz. Se estiró y gozó de la pesadez de sus miembros. Se pasó la mano por los mechones de cabello revueltos de su frente. De pronto sintió con una claridad inquietante cómo otra mano, la mano del amigo lejano y quizás muerto hace tiempo ya, le acariciaba el cabello. Sintió hincharse algo dentro de ella, llenarse hasta rebosar. Las lágrimas le cayeron en torrente de los ojos. Se revolcó en la cama dando puñetazos al colchón. Se mordió las manos, los brazos, hasta llenarse de moratones. Aulló con la cara pegada a la almoada y deseó morir.")."<br /><br /><br />Anónima. _<em>Una mujer en Berlín</em>_. Anagrama, Barcelona, 2005.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-37059240976916908632009-09-04T16:01:00.002-03:002009-09-04T16:14:23.784-03:00Conradin tenía diez años y el doctor había pronunciado su opinión profesional de que no podría vivir cinco años más. El doctor era suave e incapaz, y su opinión no contaba mucho, pero era reforzada por Mrs. De Ropp, cuyas opiniones contaban sobre casi todo. Mrs. De Ropp era prima y guardiana de Conradin, y a sus ojos ella representaba esos tres quintos de mundo que son necesarios, desagradables y reales; los otros dos quintos, en perpetuo antagonismo con los anteriores, estaba representados por él mismo y su imaginación. Uno de esos días, Conradin supuso que sucumbiría a la presión dominante de cosas cansadoras y necesarias, tales como la enfermedad y las cariñosas restricciones y el prolongado aburrimiento. Sin su imaginación, que era desenfrenada por el estímulo de la soledad, habría sucumbido hacía mucho tiempo.<br />Mrs. De Ropp nunca se habría confesado, en sus momentos más honestos, que Conradin le desagradaba, aunque podría haber sido vagamente consciente de que molestarlo -por su bien- era un deber que no le resultaba particularmente fastidioso. Conradin la odiaba con una desesperada sinceridad que podía enmascarar perfectamente. Los pocos placeres que podía lograr para sí mismo adquirían un atractivo especial por la probabilidad de que serían desagradables para su guardiana, y del reino de su imaginación ella estaba expulsada, una cosa sucia que no podría entrar.<br /><br /><br />Saki. "Sredni Vashtar" en _<em>Cuentos escogidos</em>_. Claridad, Buenos Aires, 2007.Unknownnoreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-77653075447079676262009-08-26T11:58:00.003-03:002009-09-04T16:15:16.890-03:00Llueve. Siempre.<br />A veces muy poco, como agua que flotara. Otras, muchas, es una pared líquida que golpea la cabeza.<br />Sólo esa puede tomarse. Una vez que cayó, está impura. "Contaminada" es la palabra que usan los viejos.<br />Se camina sobre el barro, entre grandes pilas de hierros, escombro, plástico, trapos podridos y latas oxidadas.<br />De tanto en tanto las nubes se abren un poco, y brillan pedazos de vidrio rotos, nunca más grandes que una uña. Algunos los usan para hacer puntas de cuchillos, pero son demasiado frágiles.<br />Un viejo tiene un cuchillo de vidrio, que utiliza solamente para cortar carne, nunca para la pelea. Los demás usan latas o hierros afilados.<br />Alguna paja braba corta el basural. Arbustos, nunca más altos que un hombre, con espinas, con unas hojas minúsculas y negras.<br />Y hongos, que salen por todos lados.<br /><br /><br />Rafael Pinedo. _<em>Plop</em>_. Interzona, Buenos Aires, 2004.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-74163094023564094642009-06-29T18:30:00.002-03:002009-06-29T18:37:43.616-03:00Bonifacia se calzó, velozmente, el izquierdo no entraba, caramba, se puso de pie, fue hacia la puerta, insegura, temerosa sobre los tacones, abrió y Josefino le estiraba la mano, una bocanada de aire hirviente, Lituma, chorros de luz. La habitación se oscureció de nuevo. Lituma se quitaba la guerrera, venía medio muerto, primos, el quepí, que se tomaran una algarrobina. Se desplomó sobre una silla y cerró los ojos. Bonifacia pasó a la habitación contigua y Josefino, tendido en una estera junto a José, ese maldito calor que embrutecía a la gente. Por los postigos se filtraban prismas de luz acribillados de partículas y de insectos, y afuera todo parecía silencioso y deshabitado como si el sol hubiera disuelto a los churres y a los perros callejeros con sus ácidos blancos. El Mono se apartó de la ventana, eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo timbear, sólo culear, eran los inconquistables y ahora iban a chupar, pero ellos sólo cantaron después de la primera copa de algarrobina.<br /><br /><br />Mario Vargas Llosa. _<em>La casa verde</em>_. Alfaguara, Buenos Aires, 2008.Unknownnoreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-55409228638176290422009-06-19T18:35:00.003-03:002009-06-19T18:48:58.196-03:00Lo sabía todo de él. Conocía sus lecturas infantiles en la cama antes de dormir; su cara cuando iba a lavarse los dientes; su voz sonora, un poco trémula, cuando, ataviado de gala, empezaba su conferencia sobre la radiación de neutrones. Sabía que le gustaba el <em>borsch</em> ucraniano con judías, que gemía suavemente cuando se cambiaba de lado mientras dormía. Sabía que gastaba rápido el tacón de la bota izquierda y que ensuciaba los puños de las camisas; sabía que le gustaba dormir con dos almohadas; conocía su miedo secreto a atravesar las plazas de las ciudades; conocía el olor de su piel, la forma de los agujeros en sus calcetines. Cómo canturreaba cuando tenía hambre y esperaba la comida, qué forma tenían sus uñas de los dedos gordos del pie, el diminutivo con el que le llamaba su madre cuando tenía dos años; su modo de caminar arrastrando los pies; los nombres de los niños con los que se pegaba cuando estudiaba el último curso preparatorio. Conocía su carácter burlón, su costumbre de fastidiar a Tolia, a Nadia, a sus colegas. Incluso ahora, que casi siempre estaba de mal humor, Shtrum la pinchaba porque la mejor amiga de ella, Maria Ivánovna Sokolova, leía poco y una vez, conversando, confundió a Balzac con Flaubert.<br />Sabía hacer rabiar a Liudmila de manera magistral, siempre la sacaba de quicio. Y entonces ella, enfadada y seria, lo contradecía, defendiendo a su amiga:<br />-Siempre hace befa de las personas que quiero. Mashenka tiene un gusto infalible y no necesita leer demasiado, sabe lo que es sentir un libro.<br />-Por supuesto, por supuesto -decía él-. Está convencida de que <em>Max y Moritz</em> es una novela de Anatole France.<br />Liudmila conocía su amor a la música, sus opiniones políticas. Una vez lo había visto llorando, lo vio desgarrarse la camisa y, enredándose en los calzoncillos, saltar hacia ella a la pata coja, con un puño levantado, dispuesto a golpearla. Conocía su rectitud inflexible y valerosa, su inspiración; lo había visto declamar versos; lo había visto tomar laxantes.<br /><br /><br />Vasili Grossman. _<em>Vida y destino</em>_. Lumen, México, 2008.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-66397733091612110472009-03-05T16:52:00.002-02:002009-03-05T17:55:35.360-02:00Con la ayuda de la voz, evoqué su rostro, su melena de entonces, sus poderosas manos. Retrocedí sin ruido y entré en el cuarto de baño. Me sorprendió la altura del interruptor de la luz, el olor de las toallas, el diseño de la bañera. Me asomé al espejo y vi un rostro ovalado en el interior del cual navegaban unos ojos oscuros. Contemplé la geografía de mi cara por ver si su relieve delataba ya lo que iba a ser de mí. De súbito, una tristeza inconsolable me colocó al borde del llanto. Cogido al lavabo como un náufrago a una tabla, me entregué a las lágrimas con desesperación infantil. Afortunadamente, el hombre maduro que compartía con el niño aquel cuerpo pequeño restó importancia a mi llanto, consolándome con palabras suaves que fueron, poco a poco, devolviéndome a la normalidad.<br /><br /><br />Juan José Millás. "El clavo del que uno se ahorca", en _<em>Primavera de luto</em>_. Punto de lectura, Madrid, 2001.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-69791117387071843242009-03-03T18:10:00.007-02:002009-03-05T16:21:19.517-02:00El cohete, instalado en la plataforma de lanzamiento, soplaba rosadas nubes de fuego y calor de horno. El cohete se alzaba en la fría mañana de invierno, creaba verano con cada aliento de los poderosos escapes. El cohete transfromaba los climas, y durante unos instantes fue verano en la tierra...<br /><br /><br />Ray Bradbury. _<em>Crónicas marcianas</em>_. Minotauro, Barcelona, 2002.Unknownnoreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-57110546300268377902009-03-03T17:57:00.006-02:002009-03-05T16:21:45.535-02:00En Caballito, donde arrancó nuestro sueño de salvación de la patria, los chicos todavía recogen el Sugus que se les cayó al suelo, sin el papelito, y se lo meten en la boca. Y lo chupan para sacarle todo el jugo y no se han muerto. No es para tanto tomar un caramelo del piso. No es lo que se dice. Sus padres los toman de las orejas, o los tironean del brazo para cruzar Rivadavia al 4900 por la mitad de cuadra, para entrar recto a las galerías. Y si los nenes piden helado, compañeros, los padres no les compran. Y si la abuela se muere les dicen: <em>vestite, la abuela se murió</em>. También hay abrazos en esa zona, con los goles que se hacen los domingos a unos arcos armados con dos remeras en el Parque Centenario, y cierta productividad cultural de mirar fotos el día que entierran a la abuelita. Así la queremos recordar, soplando velas, la vieja, con un flashazo en la cara.<br />En el otro lado de la vida, acá, en los geriátricos de Palermo, a los ancianos también los enferman de productividad. No es sólo que los ponen a tejer, los vuelven alfareros a los ochenta años. <em>Nadie se va de acá sin su cenicero de crealina</em>, les dice el de la cochería. En Caballito no. Los viejos miran la calle desde una ventana con herrajes negros, sentados en sillas de mimbre durante mil horas hasta morirse con los labios húmedos y la barba crecida. En Caballito se mira la calle por última vez.<br /><br /><br />Esteban Schmidt. _<em>The Palermo Manifiesto</em>_. Emecé, Buenos Aires, 2008.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-67945102455029248652009-03-03T17:45:00.007-02:002009-03-05T16:22:00.471-02:00Ninguno de nosotros dijo nada de lo que había pasado la noche anterior en mi habitación. Eso iba en el coche con nosotros como un secreto, como algo que pertenecía a un ámbito de cuartos estrechos y pensamientos nocturnos y no debía sacarse a la luz del día. Mencionándolo se corría el riesgo de destruirlo, y por tanto apenas fuimos más allá de una mirada furtiva de cuando en cuando, una sonrisa fugaz, una mano cautelosamente puesta en la rodilla del otro. ¿Cómo podía saber lo que pensaba Alma? Me alegraba de que se hubiera metido en mi cama, y me alegraba de aquellas horas que pasamos juntos en la oscuridad. Pero se trataba de una sola noche, y no tenía la menor idea de lo que nos iba a pasar después.<br /><br /><br />Paul Auster. _<em>El libro de las ilusiones</em>_. Anagrama, Buenos Aires, 2003.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-83374247179799389692009-03-03T17:31:00.005-02:002009-03-03T19:26:28.116-02:00"El peletero había escuchado el relato de Hueso al ritmo de las gotas que repiqueteaban en su cabeza como las palabras de Hueso. Un poco frías, un poco sucias, un poco ajenas."<br /><br /><br />Luis Gusmán. _<em>El peletero</em>_. Edhasa, Buenos Aires, 2007.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-63750440275342833972009-03-03T17:19:00.004-02:002009-03-05T16:22:26.048-02:00Cuenta Fernández, después del tercer vaso de vino, que la más morena o el caos de la carne le inventó un idilio, y de pronto salió asegurándole que él se iba a vivir con una mujer que había comprado un departamento -"ella tiene plata, no me lo niegues"- y que ahora lo estaba amoblando. Fernández nada contestó. Él, generalmente, no contesta infamias. Mira, escucha, calla. Eso hizo con el caos de la carne. Como él era todo ojos y silencio, ella le manoteó frente al rostro y luego se echó a llorar. Llora con facilidad el caos de la carne.<br /><br /><br />José Luis Garcés González. "Fernandez y las ferocidades del vino", en _<em>Vino para contarnos</em>_. Planeta, Buenos Aires, 2007.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-62488346528014661322009-03-03T17:13:00.005-02:002009-03-05T16:41:51.002-02:00Era bella, elástica, con la piel tierna del color del pan y los ojos de almentras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y un aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las buganvillas. "Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida", pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.<br /><br /><br />Gabriel García Márquez. "El avión de la bella durmiente", en _<em>Vino para contarnos</em>_. Planeta, Buenos Aires, 2007.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-40730802236669365552008-10-21T11:16:00.003-02:002009-03-03T19:27:44.974-02:00En sueños su pálida novia iba hacia él desde una verde bóveda de ramas. Sus pezones como de marga y sus costillas pintadas de blanco. Llevaba un vestido de gasa y sus cabellos oscuros estaban recogidos con peinetas de marfil, peinetas de concha. Su sonrisa, su mirada baja. Por la mañana volvía a nevar. Cuentas de hielo gris en ristra sobre los cables de electricidad.<br /><br /><br />Desconfiaba de todo eso. Decía que los sueños correctos para un hombre en peligro eran sueños de peligro y que lo demás era solo la llamada de la languidez y de la muerte. Dormía poco y dormía mal. Soñó que despertaba en un bosque florido con pájaros volando frente a él y el niño y el cielo era de un azul dolorido pero él ya estaba aprendiendo a despertarse de esos mundos de sirena. Tumbado en la oscuridad con un leve y extraño sabor a melocotón de un huerto fantasma en la boca. Pensó que si vivía lo suficiente el mundo se perdería por fin del todo. Como el agonizante mundo que habitan los ciegos nuevos, todo él disolviéndose lentamente de la memoria.<br /><br /><br />De las fantasías diurnas en la carretera no había modo de despertar. Siguió caminando pesadamente. Lo recordaba todo de ella salvo su olor. Sentado en un teatro con ella al lado inclinada al frente escuchando la música. Volutas y apliques dorados y los pliegues del telón como columnas a cada lado del escenario. Ella le tenía la mano cogida sobre el regazo y él notaba la parte superior de sus medias a través de la fina tela de su vestido de verano. Congela este fotograma. Ahora maldice tu oscuridad y tu frío y fastídiate.<br /><br /><br />Corman McCarthy. _<em>La carretera</em>_. Literatura Mondadori, Barcelona, 2007.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-17793826393338584882008-01-17T12:51:00.003-02:002009-04-29T15:03:45.131-03:00—Estoy tocando el fondo del fondo —continuó el psiquiatra—, y no estoy seguro de poder salir de este barrizal. Ni siquiera estoy seguro de que haya alguna salida para mí, ¿entiendes? A veces oía hablar a los pacientes y pensaba en cómo aquel tipo o aquella tipa se metían en el pozo y yo no veía la forma de sacarlos de ahí debido al poco alcance de mi brazo.. Como cuándo de estudiantes nos mostraban a los cancerosos en las enfermerías aferrados al mundo por el ombligo de la morfina. Pensaba en la angustia de aquel tipo o de aquella tipa, sacaba remedios y palabras de consuelo de mi espanto, pero nunca pensé que algún día llegaría a engrosar esas filas porque yo, joder, tenía fuerza. Tenía fuerza: tenía mujer, tenía hijas, el proyecto de escribir, cosas concretas, boyas para mantenerme a flote. Si la ansiedad me acuciaba un poco, por la noche, ¿sabes?, iba a la habitación de las niñas, a aquel desorden de trastos infantiles, las veía dormir, me serenaba: me sentía apuntalado, ah, apuntalado y a salvo. Y de repente, carajo, mi vida se volvió del revés, me vi como una cucaracha patas para arriba, sin apoyo. Nosotros, ¿entiendes?, quiero decir, ella y yo, nos queríamos mucho, seguimos queriéndonos mucho y la cagada es que yo no pueda poner otra vez derecho, telefonearle y decirle: —vamos a luchar— porque tal vez he perdido las ganas de luchar, los brazos no se mueven, la voz no suena, los tendones del cuello no sujetan la cabeza. Coño, eso es lo único que quiero. Creo que los dos hemos fallado por no saber perdonar, por no saber aceptarnos del todo, y mientras tanto entre herir y ser herido nuestro amor (es bueno decirlo así: nuestro amor) resiste y crece sin que hasta ahora ningún viento lo apague.<br /><br /><br />António Lobo Antunes. _Memoria de elefante_. Sudamericana, Buenos Aires, 2007.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-11823299262652657952007-11-30T18:05:00.001-03:002009-03-05T16:20:38.112-02:00Alargué el brazo e intenté tocarla, pero ella se echó hacia atrás. Los labios le temblaban. A continuación, alzó las dos manos y empezó a desabrocharse la bata. Tenía siete botones. Contemplé, cual si fuera una prolongación del sueño, cómo sus hermosos y delgados dedos iban desabrochándolos, uno tras otro. Una vez hubo soltado los siete pequeños botones blancos, Naoko, como una serpiente que se desprende de su piel, dejó que la bata se deslizara desde los hombros hasta la cadera y quedó completamente desnuda, pues no llevaba nada debajo. Lo único que tenía puesto era el pasador con forma de mariposa. Naoko, todavía arrodillada en el suelo, se quedó mirándome. Bañado por la suave luz de la luna, su cuerpo tenía el lustre de la carne recién nacida, y casi despertaba compasión. Al moverse -en un movimiento apenas perceptible-, las partes bañadas por la luz de la luna se desplazaron levemente, las sombras que teñían su cuerpo cambiaron de forma. Los pechos redondos y llenos, los pequeños pezones, la cavidad del ombligo, las caderas, el vello púbico, todas las texturas de aquella sombra cambiaron de forma, igual que las ondas sobre la superficie de un lago.<br /><br /><br />Haruki Murakami. _Tokio Blues_. Tusquets, Buenos Aires, 2005.Unknownnoreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-46499323384039749692007-11-30T17:48:00.001-03:002009-03-05T16:23:04.876-02:00El fuego entre un hombre y una mujer es como el de las fogaratas. Por algo los tangos hablan de pasiones abrasadoras, sentimientos encendidos, besos que queman. Lo sabemos sin entenderlo. Más importante ahora es recolectar el kerosene.<br /><br /><br />Guillermo Saccomanno. _<em>El pibe</em>_. Planeta, Buenos Aires, 2006.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-25254980007314602652007-11-30T17:44:00.001-03:002009-03-05T16:24:07.181-02:00Muchos antes de conocerla y muchos sueños antes de dirigirle la palabra, contemplé conmovido una de esas escenas que permanecen para siempre en los archivos mágicos de la memoria: un matador español -Miguel o Gabriel Márquez- caminó lentamente hacia la barrera y le brindó engallado la muerte del primer toro. Y mientras los viejos aficionados de Acho aplaudían orgullosos intentando recordar desde cuándo no le brindaban un toro a una señorita limeña, mis ojos se precipitaron sobre Ninotchka y su vestido rojo. Rojo como un incendio secreto. Rojo como el capote de aquel torero en cuyos brazos imaginé a Ninotchka, desfallecida como Matilde Urbach.<br /><br /><br />Fernando Iwasaki. _<em>Libro del mal amor</em>_. RBA, Barcelona, 2001.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-30437733436501811302007-11-30T15:39:00.001-03:002009-03-05T16:24:26.207-02:00Empezaron a hablar de otros temas no relacionados con su amor. En las cartas que Emma le escribía, le hablaba de versos, de la luna, de las estrellas, como si echara mano de aquellos ingenuos recursos, sucedáneos externos de una pasión debilitada que se empeñaba en reavivar. Siempre se estaba proponiendo disfrutar en el próximo viaje de una profunda felicidad. Pero luego tenía que reconocer que no había sentido nada del otro mundo. Aquella decepción se borraba enseguida al calor de nuevas esperanzas y volvía a él cada vez más encendida y ávida. Se desnudaba de una manera brutal, desatándose las finas cintas de su corpiño, que caía sussurrante en torno a sus caderas como un reptil que se desliza. Se dirigía de puntillas, descalza, a comprobar si estaba bien corrido el pestillo de la puerta y luego, de un solo ademán, dejaba caer toda su ropa al suelo. Y se apretaba con un profundo estremecimiento contra su cuerpo, pálida, silenciosa y grave.<br /><br /><br />Gustave Flaubert. <em>_Madame Bovary_. </em>Tusquets, Barcelona, 1993.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-4694732439793986012007-08-14T16:47:00.001-03:002009-03-05T16:24:46.115-02:00Debo ser positivo mientras lloro. No quiero cocerme en mis frustraciones. Pero no, mientras lloro no puedo pensar bien ni mal. Las lágrimas todo lo echan abajo y no es cuestión de pensar, es cosa de sentir para no estropear el llanto. Me dejo llevar por las lágrimas y la música. Hasta los surcos de agua salada que se desliza por la cara se mueven al ritmo de los violines, como debe ser. Para eso se creó también la música, como un vehículo que surca el río de nuestras desgracias.<br /><br />Jesús Ruiz Mantilla. _<em>Gordo</em>_. RBA, Barcelona, 2005.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-89689663550073112622007-04-04T13:29:00.001-03:002009-03-05T16:25:07.959-02:00—También hay buenos momentos —añadía Tom, resistiéndose a que Harry dijera la última palabra—. Indelebles momentos de gracia, éxtasis minúsculos, milagros inesperados. Pasar tranquilamente por Times Square a las tres y media de la madrugada, sin nada de tráfico, y encontrarse de pronto solo en el centro del mundo, con esa lluvia de luces de neón cayéndote encima. Hacer que el velocímetro pase de ciento veinte por el Belt Parkway justo antes de amanecer y sentir cómo te inunda el olor del océano por la ventanilla abierta. O cruzar el Puente de Brooklyn en el preciso instante en que la luna llena aparece en medio del arco, y eso es lo único que se ve, la brillante esfera amarilla de la luna, tan grande que da miedo, y entonces te olvidas de que vives en la tierra y te imaginas que en realidad estás flotando por el espacio. Ningún libro puede reproducir esas cosas.<br /><br /><br />Paul Auster. _<em>Brooklyn Follies</em>_. Anagrama, Buenos Aires, 2006.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-39267576095425303992007-03-24T13:50:00.001-03:002009-03-05T16:25:34.390-02:00En su quinto día de quedarse en la cama, ya habrían jurado que llevaban toda la vida juntos. Pasarse día tras día en la cama producía probablemente la misma sensación que ser un vampiro. Imagínate estar viva durante un millar de años y seguir cometiendo el mismo estúpido error. Durante miles de años sigues yendo a bares y discotecas y creyendo que te los estás pasando en grande. Te imaginas que eres el centro de atención. Tienes un marido que te parece guapo. Crees que los dos estáis buenísimos.<br />(...) Ahora ya no tenía sentido salir de la cama y borrar la cinta de vídeo. Sería como romper un espejo porque te enseña la verdad. Como matar al mensajero que trae malas noticias.<br />—Cuando te pasas día tras día en la cama —dice la señora Clark—, te dan cuenta de que lo que mata a los vampiros no son las estacas de madera. Es toda la carga emocional y las decepciones que tienen que llevar encima siglo tras siglo.<br />Te conviene pensar que cada vez te vuelves más listo y gracioso. Que mientras te sigas esforzando, vas lanzado a ese Gran Éxito. Así es como te sentirías siendo un vampiro durante tal vez los primeros dos centenares de años. Después, lo único que tendrías sería la misma relación fracasada multiplicada por doscientos.<br /><br /><br />Chuck Palahniuk. _<em>Fantasmas</em>_. Mondadori, Buenos Aires, 2006.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-10325248390642119432007-03-05T17:01:00.001-03:002009-03-05T16:25:58.262-02:00La señora Ota tenía al menos cuarenta y cinco años, unos veinte más que Kikuji, pero logró que él olvidara su edad cuando hicieron el amor. Kikuji sentía que tenía entre sus brazos a una mujer más joven que él mismo.<br />Al compartir una felicidad que provenía de la experiencia de la mujer, Kikuji no sentía nada de la reticencia bochornosa de la inexperiencia.<br />Sentía como si fuera la primera vez que conocía a una mujer y como si por primera vez se conociera a sí mismo como hombre. Era un extraordinario despertar. Nunca había imaginado que una mujer podía ser tan enteramente dócil y receptiva, una pareja que lo acompañaba y, al mismo tiempo, lo inducía a sumirse en una fragancia tibia.<br /><br /><br />Yasunari Kawabata. _<em>Mil grullas</em>_ Emecé, Buenos Aires, 2005.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3595276.post-41919927955835863822007-02-19T17:09:00.001-03:002009-03-05T16:26:12.550-02:00Andreas se sabía detestable y se gustaba así, decía cosas detestables y lo detestaba casi todo, pero más que nada se detestaba a sí mismo. Y eso precisamente, pensaba él, firmaba y sellaba su salvoconducto, su licencia para detestar.<br />¿Y qué era lo que más detestaba Andreas de sí mismo?<br />Su nombre, claro está, que era el mismo nombre de su padre u de su abuelo y también el de su hijo. Un nombre que sonaba ridículamente femenino y del que no había logrado librarse, ya que entre los Ringmayer era poco menos que una tradición sagrada. Un nombre que pasí de sus manos a las manos de su propio hijo como un regalo envenenado de que nadie, entre todos los Ringmayer, podía librarse. Y ésa era, al fin y al cabo, la naturaleza de su estirpe, una incapacidad manifiesta para guiar sus propias vidas y una capacidad ilimitada para la resignación y la obediencia. Lo que un Ringmayer decide no lo cambia otro, y así se había ido perpetuando, la suerte, el oficio (de abogado) y hasta los gestos, entre los varones de una familia que en el fondo apenas tenía nada bueno que guardar, ni herencias ni memorias ilustres. Los Ringmayer se pasaban ese nombre de unos a otros como si fuera un cofre vacío.<br /><br /><br />Ray Loriga. _El hombre que inventó Manhattan_. El Aleph, Barcelona, 2004.Unknownnoreply@blogger.com1