Tumbado en la tienda, Michel esperó la aurora. A eso del final de la noche estalló una tormenta muy violenta; le sorprendió darse cuenta de que estaba un poco asustado. Luego el cielo se calmó, y empezó a caer una lluvia lenta y regular. Las gotas golpeaban la tela con un ruido sordo, a pocos centímetros de su cara; pero él estaba a salvo del contacto. De repente tuvo el presentimiento de que su vida entera iba a parecerse a ese momento. Se movería entre las emociones humanas, y a veces estaría muy cerca de ellas; otros conocerían la felicidad o la desesperación; pero nada de eso tendría que ver jamás con él, ni podría alcanzarle. Durante la velada, Annabelle le había mirado muchas veces mientras bailaba. Él quería moverse, pero no podía; sentía con toda claridad que se estaba hundiendo en un lago helado. Sin embargo, todo era excesivamente tranquilo. Se sentía separado del mundo por unos cuantos centímetros de vacío, que formaban en torno a él un caparazón o una armadura.

Michel Houellebecq. _Las partículas elementales_. Anagrama, Barcelona, 1999.
La hizo sentar en una gran butaca y metió la cabeza bajo el paño negro que envolvía el aparato. Era una de esas cajas con la pared posterior de vidrio, donde la imagen se refleja ya casi como en una placa, espectral, un poco lechosa, separada de toda contingencia en el espacio y en el tiempo. Antonino tuvo la impresión de que veía a Bice por primera vez. Había una docilidad en la caída un poco pesada de los párpados, en el cuello tendido hacia adelante, que prometía algo escondido, así como su sonrisa parecía esconderse detrás del acto mismo de sonreír.

Italo Calvino. "La aventura de un fotógrafo", en _Los amores difíciles_. Tusquets, Barcelona, 1993.
Ella le había descrito el sitio a Cris durante el asado, la playa grande, la extensión abierta, el modo en que las olas le recordaban algo que ella iba a necesitar pero que nunca iba a poseer, el viento húmedo y goteante sugiriéndole que toda la piel pasa sin sentir todo lo que puede y debe, la dura luz del sol insinuando que sin embargo por ahí, quién sabe, algo permanece, no todo es otoño después de haber sido verano.
Su futuro marido y mi futuro padre se acercó a Milagros sigilosamente, como si él mismo fuera un emisario de las arenas claras, la tocó sin ostentación en el hombro, y antes de que ella se diera vuelta para mirarlo, ella ya sabía quién era, sabía que era él. Ésa era la razón por a que había huído, para forzarlo a él, a ese hombre, a que la rastreara hasta acá para verificar que ella no había mentido cuando juraba que había un sitio en el mundo donde no producía una tristeza irremediable oler las olas y saber que la brisa no es eterna y ver a un cangrejo que se muere sin una mirada que lo acompañe, que ese sitio sí existía. Ella se había fugado para ver si el tal Cristobal era capaz de seguir las huellas que ella había ido dejando tras de sí.

Ariel Dorfman. _La Nana y el iceberg_. Seix Barral, Buenos Aires, 1999.
¡Uf...!, ¡la gente! Me parece que hace falta mucho valor, o mucho de lo que sea, para entrar en los demás, en la gente. Todos pensamos que los demás viven es sus fortalezas, en sus fortificaciones: tras sus fosos, tras sus muros tachonados de pinchos y de cristales rotos. Pero la verdad es que habitamos en estructuras mucho más frágiles. Todos, diría yo, estamos construidos con materiales de mala calidad. O ni siquiera eso. Basta con meter la cabeza por debajo de la tienda de campaña y entrar a gatas. Si te dejan, claro.

Martin Amis. _La flecha del tiempo_. Ed. Anagrama, Barcelona, 1991.
¿Cuánto tiempo seguiríamos siendo fieles a las hermanas Lisbon? ¿Cuánto tiempo conservaríamos puro su recuerdo? En realidad, ahora ya no las conocíamos y sus nuevas costumbres --abrir una ventana, por ejemplo, para echar por ella un pañuelo de papel hecho una bola-- hacían que nos preguntásemos si alguna vez las habíamos conocido o si nuestros desvelos sólo habían sido huellas dactilares de fantasmas. Nuestros talismanes dejaron de ser efectivos. Tocar la falda escocesa que Lux llevaba en la escuela sólo evocaba un nebuloso recuerdo de los tiempos en que se la vimos puesta en clasa: una mano cansada que jugaba con el imperdible plateado, que se lo quitaba, que dejaba los pliegues sueltos sobre las rodillas desnudas, siempre a punto de abrirse en el minuto más impensado, pero nunca, nunca... Había que frotar varios minutos seguidos la falda para verlo con claridad. Las restantes dispositivas iban desvaneciéndose de la misma manera o, cuando accionábamos el proyector, no caía ninguna en la rendija del proyector y nos dejaba con la carne de gallina y los ojos clavados en una pared blanca.

Jeffrey Eugenides. _Las vírgenes suicidas_. Anagrama, Barcelona, 1993.