Maribel se acercó a él con pasos lentos, silenciosos, los ojos muy abiertos, el rostro serio, concentrado, sin memoria alguna de la sonrisa que lo iluminaba hacía un momento, se sentó en el borde de la cama, y le miró de frente. Juan se volvió ligeramente hacia allí y empezó a desabrocharle la bata despacio, con las dos manos. En el primer botón, ella cerró los ojos. En el tercero, volvió a abrirlos. Cuando cayó el último, se desprendió de la tela con un movimiento de los hombros y terminó de desnudarse ella misma, con una habilidad, una rapidez sorprendentes. Quizás para compensarlas, se tumbó sobre la cama con una lentitud majestuosa y controlada, la complacida, indolente pasividad de una odalisca clásica, y mantuvo sus ojos fijos en los de Juan sin iniciar ningún movimiento, como si estuviera segura de que él sabría apreciar lo que estaba viendo. Ni siquiera se movió cuando una mano abierta empezó a deslizarse sobre su cuerpo, desde la clavícula hacia abajo primero, desde las rodillas hacia arriba después, perdiendo serenidad en cada milímetro de su piel de manzana recién lavada. Él reconocía su firmeza, la tensa elasticidad de aquella carne dura que sabía ablandarse bajo la presión de sus pulgares, y que extraía de su propia abundancia la ventaja de un cierto temblor aterciopelado, oceánico, en la base de los pechos, en las caderas redondas, en la mullida funda que, a la altura de sus riñones, desencadenaba la furia compacta y circular de un culo estupendo, más que estupendo, tan insoportablemente perfecto que lo sintió en el filo de los dientes mientras lo recorría con las yemas de los dedos. Aquella mujer estaba llena de asas, y él no había decidido aún a qué par renunciar cuando metió la lengua en su boca para encontrar un sabor áspero y caliente, el sabor del aguardiente donde maceran las guindas, que es el sabor de las mujeres desnudas que saben exactamente lo que quieren.

Almudena Grandes, _Los aires difíciles_, Tusquets, Barcelona, 2002.

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