En sueños su pálida novia iba hacia él desde una verde bóveda de ramas. Sus pezones como de marga y sus costillas pintadas de blanco. Llevaba un vestido de gasa y sus cabellos oscuros estaban recogidos con peinetas de marfil, peinetas de concha. Su sonrisa, su mirada baja. Por la mañana volvía a nevar. Cuentas de hielo gris en ristra sobre los cables de electricidad.


Desconfiaba de todo eso. Decía que los sueños correctos para un hombre en peligro eran sueños de peligro y que lo demás era solo la llamada de la languidez y de la muerte. Dormía poco y dormía mal. Soñó que despertaba en un bosque florido con pájaros volando frente a él y el niño y el cielo era de un azul dolorido pero él ya estaba aprendiendo a despertarse de esos mundos de sirena. Tumbado en la oscuridad con un leve y extraño sabor a melocotón de un huerto fantasma en la boca. Pensó que si vivía lo suficiente el mundo se perdería por fin del todo. Como el agonizante mundo que habitan los ciegos nuevos, todo él disolviéndose lentamente de la memoria.


De las fantasías diurnas en la carretera no había modo de despertar. Siguió caminando pesadamente. Lo recordaba todo de ella salvo su olor. Sentado en un teatro con ella al lado inclinada al frente escuchando la música. Volutas y apliques dorados y los pliegues del telón como columnas a cada lado del escenario. Ella le tenía la mano cogida sobre el regazo y él notaba la parte superior de sus medias a través de la fina tela de su vestido de verano. Congela este fotograma. Ahora maldice tu oscuridad y tu frío y fastídiate.


Corman McCarthy. _La carretera_. Literatura Mondadori, Barcelona, 2007.
—Estoy tocando el fondo del fondo —continuó el psiquiatra—, y no estoy seguro de poder salir de este barrizal. Ni siquiera estoy seguro de que haya alguna salida para mí, ¿entiendes? A veces oía hablar a los pacientes y pensaba en cómo aquel tipo o aquella tipa se metían en el pozo y yo no veía la forma de sacarlos de ahí debido al poco alcance de mi brazo.. Como cuándo de estudiantes nos mostraban a los cancerosos en las enfermerías aferrados al mundo por el ombligo de la morfina. Pensaba en la angustia de aquel tipo o de aquella tipa, sacaba remedios y palabras de consuelo de mi espanto, pero nunca pensé que algún día llegaría a engrosar esas filas porque yo, joder, tenía fuerza. Tenía fuerza: tenía mujer, tenía hijas, el proyecto de escribir, cosas concretas, boyas para mantenerme a flote. Si la ansiedad me acuciaba un poco, por la noche, ¿sabes?, iba a la habitación de las niñas, a aquel desorden de trastos infantiles, las veía dormir, me serenaba: me sentía apuntalado, ah, apuntalado y a salvo. Y de repente, carajo, mi vida se volvió del revés, me vi como una cucaracha patas para arriba, sin apoyo. Nosotros, ¿entiendes?, quiero decir, ella y yo, nos queríamos mucho, seguimos queriéndonos mucho y la cagada es que yo no pueda poner otra vez derecho, telefonearle y decirle: —vamos a luchar— porque tal vez he perdido las ganas de luchar, los brazos no se mueven, la voz no suena, los tendones del cuello no sujetan la cabeza. Coño, eso es lo único que quiero. Creo que los dos hemos fallado por no saber perdonar, por no saber aceptarnos del todo, y mientras tanto entre herir y ser herido nuestro amor (es bueno decirlo así: nuestro amor) resiste y crece sin que hasta ahora ningún viento lo apague.


António Lobo Antunes. _Memoria de elefante_. Sudamericana, Buenos Aires, 2007.