Todo era mucho más confuso de lo que había imaginado, sobre todo al inventar la existencia de varias personas, y empezaba a sospechar que ni siquiera lo había planeado con el suficiente detalle. Ya tenía tres personajes en su película personal, Paula, Ned y su madre (quien al contrario que los otros dos no era imaginaria, ya que había estado viva, aunque había que reconocer que de un tiempo a esta parte no lo estaba), y le daba en la nariz que si iba a seguir adelante con su historia, pronto tendría un plantel de miles de personajes secundarios. ¿Cómo iba a salirse con la suya? ¿Cuántas veces tendría que ser Ned raptado de forma más o menos razonable por su madre, o por su abuela materna, o por una banda internacional de terroristas? ¿Qué razón podía argüír para no invitar a Suzie a su piso, donde no había juguetes ni cunas ni pañales ni cuencos, por no hablar de un dormitorio para el niño? ¿No podía matar a Ned como consecuencia de alguna terrible enfermedad, o en un accidente de tráfico? Una verdadera tragedia, sí, pero la vida sigue. No, no parecía muy aconsejable. Cualquier padre se queda totalmente destrozado por la muerte de su hijo, y los años de dolor que serían necesarios para que resultase convincente terminarían por agotar sus recursos dramáticos. ¿Y Paula? ¿No podía Ned irse a vivir con su madre aun cuando ella no tuviese muchas ganas de verlo? En tal caso... En tal caso ya no sería un padre separado al cargo de su hijo, claro. Y de ese modo perdería incluso los papeles.
No, estaba claro que el desastre era inminente e inevitable. Mejor sería bajarse en marcha, largarse, dejarlos a todos con la impresión de que se encontraban ante un excéntrico, un inadaptado, nada más; desde luego, así nadie pensaría que era un pervertido, un fantaseador o cualquier otra de las cosas en que estaba a punto de convertirse. Pero largarse por las buenas no era muy propio de Will. No correspondía a su estilo. Siempre tenía la impresión de que algo estaba a punto de suceder, aun cuando nada sucediese o no hubiera la menor posibilidad de ello, como ocurría la mayor parte de las veces. En cierta ocasión, muchos años antes, cuando era niño, le había dicho a un compañero de clase (no sin antes cerciorarse de que su amigo no era aficionado a los libros para niños de C.S. Lewis) que por la parte posterior de su armario se accedía a un mundo diferente, y le invitó a su casa para que él mismo lo explorase. Podría haber cancelado la invitación con cualquier excusa, pero no estaba preparado para padecer un momento de vergüenza a menos que fuera inmediatamente necesario, y así estuvieron los dos metidos dentro del armario, entre las prendas colgadas de las perchas por espacio de unos minutos, hasta que Will murmuró que el mundo en cuestión estaba cerrado los sábados por la tarde. Esto lo mantuvo en pie, y recordaba haber albergado una genuina esperanza hasta el ultimísimo minuto: quizás allí haya algo, llegó a pensar, tal vez finalmente no quede en mal lugar. No hubo nada, y quedó en mal lugar, quedó fatal, de hecho, pero no sacó nada en claro de semejante experiencia; si acaso, diríase que le dejó con la sensación de que a la próxima vez le sonreiría la suerte. Y allí estaba, a sus treinta y tantos, sabedor de que de ninguna manera y en ninguna parte tenía un hijo de dos años, pero emperrado en la presuposición de que, cuando llegase la hora de la verdad, algún hijo aparecería, tal vez debajo de las piedras.

Nick Hornby. _Érase una vez un padre_. Ediciones B, Barcelona, 1999.
Eran, pues, de su tiempo. Se sentían a gusto consigo mismos. No eran, decían, del todo ilusos. Sabían mantener las distancias. Tenían desparpajo, o al menos lo intentaban. Tenían humor. Distaban mucho de ser tontos.

Un análisis profundo habría revelado fácilmente, en el grupo que formaban, corrientes divergentes, antagonismos sordos. Un sociómetro maniático y puntilloso no habría tardado en descubrir discrepancias, exclusiones recíprocas, enemistades latentes. A veces se daba el caso de que uno u otro de ellos, de resultas de incidentes más o menos fortuitos, de provocaciones larvadas, de desacuerdos disimulados, sembraba la discordia en el seno del grupo. Entonces, su hermosa amistad se venía abajo. Descubrían, con fingido estupor, que fulano, a quien creían generoso, era la mezquindad personificada, que mengano no era más que un egoísta. Se producían tiranteces, se consumaban rupturas. A veces hallaban un placer maligno en azuzarse unos contra otros. O bien aparecían las malas caras prolongadas, los períodos de distanciamiento acusado, de frialdad. Se evitaban y se justificaban sin cesar el que se evitasen, hasta que sonaba la hora de los perdones, de las reconciliaciones efusivas. Pues, a fin de cuentas, no podían pasar unos sin otros.
Estos juegos le ocupaban intensamento y dedicaban a ellos un tiempo precioso que, sin dificultad, habrían podido emplear en cosas muy diferentes. Pero estaban hechos de tal manera que, por más que lo sintieran a veces, el grupo que formaban los definía casi por completo. Fuera de él, carecían de vida real. Como todo, tenían la sensatez de no verse demasiado a menudo, de no trabajar siempre juntos, e incluso se esforzaban en mantener actividades individuales, zonas privadas en las que podían refugiarse, en las que podían olvidar un poco, no el grupo mismo, la mafia, el equipo, sino, por supuesto, la tensión que lo sustentaba. Su vida casi común hacía más fáciles los estudios, los viajes a provincias, las noches de análisis o redacción de informes; pero también los condenaba a ellos. Puede decirse que era su drama secreto, su debilidad común. Era aquello de lo que nunca hablaban.

Georges Perec. _Las cosas_. Anagrama, Barcelona, 2001.