La sirenita viene a visitarme de vez en cuando. Me cuenta historias que cree inventar, sin saber que son recuerdos. Sé que es una sirena, aunque camina sobre dos piernas. Lo sé porque dentro de sus ojos hay un camino de dunas que conduce al mar. Ella no sabe que es una sirena, cosa que me divierte bastante. Cuando ella habla yo simulo escucharla con atención pero, al mínimo descuido, me voy por el camino de las dunas, entro al agua y llego a un pueblo sumergido donde hay una casa, donde también está ella, sólo que con escamada cola de oro y una diadema de pequeñas flores marinas en el pelo. Sé que mucha gente se ha preguntado cuál es la edad real de las sirenas, si es lícito llamarlas monstruos, en qué lugar de su cuerpo termina la mujer y empieza el pez, cómo es eso de la cola. Sólo diré que las cosas no son exactamente como cuenta la tradición y que mis encuentros con la sirena, allá en el mar, no son del todo inocentes. La de acá, naturalmente, ignora todo esto. Me trata con respeto, como corresponde hacerlo con los escritores de cierta edad. Me pide consejos, libros, cuenta historias de balandras y prepara licuados de zanahoria y jugo de tomate. La otra está un poco más cerca del animal. Grita cuando hace el amor. Come pequeños pulpos, anémonas de mar y pececitos crudos. No le importa en absoluto la literatura. Las dos, en el fondo, sospechan que en ellas hay algo raro. No sé si debo decirles cómo son las cosas.

Abelardo Castillo. "Undine". En _Cuentos completos_. Alfaguara, Buenos Aires, 1997.
Alcé la vista al cielo, con un estremecimiento: igual que siempre, no hace ni buen ni mal tiempo. A veces, cuando el cielo está así de gris —impecablemente gris, una negación absoluta de la idea de color— y varios millones de seres encorvados alzan la cabeza, resulta difícil distinguir el aire de las impurezas de nuestros ojos humanos, como si los diminutos gránulos flotantes de polvo que caen y se remontan por la atmósfera siguiendo serpenteantes caminos fuesen parte del propio elemento, como la lluvia, las esporas, las lágrimas, la contaminación. Es posible que en esos momentos el cielo no sea más que la suma de toda la porquería que habita en nuestros ojos humanos.

Martin Amis. _Dinero_. Anagrama, Barcelona, 1992.
...Si de una vez por todas quería ganar, ¿no era hora de hacer un salto sin paracaídas de verdad? ¿De jugarme a alcanzar aunque fuera tan sólo un punto de no retorno, sin resguardos, ni reaseguros, ni opciones de reserva? Tal vez sí, pero que me djeran entonces cómo. Haría lo que fuera necesario, pero que me dijeran qué.

¿Qué hace un varón cuando está harto de esperar, cuando estuvo treinta años aguardando, cuando quiere dejar en claro que no va a aceptar renuencias ni postergaciones? ¿Pega? ¿A quién? ¿A la hembra? ¿Al rival? ¿Quién es el rival cuando sólo un no cierra el camino? ¡Ah, si hubiera un rival! Un verdadero hijo de puta a quien uno pudiera —revólver en mano como en el mundo de Roberto Arlt— arrancarle la hembra de su lado, llevarla en medio de la fiesta al punto más visible del salón, y allí hacerla arrodillarse con el caño del arma en la sien para someterla escandalosamente en público al rito más privado del sexo mientras su macho mira desarmado e impotente y se vuelve así su ex macho, como el rival del rufián melancólico se volvía un no rival, no persona, nada, a medida que su hembra besaba con unción profanadora la pija de quien había sabido detectar el instante preciso en que un gesto, un revólver y un coraje podían lograr lo impensable.

Salvador Benesdra. _El traductor_. Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2003.
En cambio, saboreaba u olía la acritud de los platos y tazas de estaño reservados para tomar el té en ceremonias que me aburrían. En cambio, contemplaba con aversión los vestidos nuevos que requerían de un odiado baño en una bañera de zinc galvanizado antes de que te los pusieras. El zinc resbalaba, no había tiempo para jugar ni para remojarse porque el agua se enfriaba muy deprisa; no había tiempo para disfrutar de la propia desnudez, únicamente lo había para hacer que entre tus piernas bajaran cascadas de agua jabonosa. Después, las toallas rasposas y la molesta y humillante ausencia de suciedad. La irritante y nada imaginativa limpieza. Adiós a las señales de tienta en piernas y cara, a todas mis creaciones y acumulaciones del día que había transcurrido, sustituidas por la carne de gallina.

Toni Morrison, _Ojos azules_ Plaza y Janés, Barcelona, 2001.
Maribel se acercó a él con pasos lentos, silenciosos, los ojos muy abiertos, el rostro serio, concentrado, sin memoria alguna de la sonrisa que lo iluminaba hacía un momento, se sentó en el borde de la cama, y le miró de frente. Juan se volvió ligeramente hacia allí y empezó a desabrocharle la bata despacio, con las dos manos. En el primer botón, ella cerró los ojos. En el tercero, volvió a abrirlos. Cuando cayó el último, se desprendió de la tela con un movimiento de los hombros y terminó de desnudarse ella misma, con una habilidad, una rapidez sorprendentes. Quizás para compensarlas, se tumbó sobre la cama con una lentitud majestuosa y controlada, la complacida, indolente pasividad de una odalisca clásica, y mantuvo sus ojos fijos en los de Juan sin iniciar ningún movimiento, como si estuviera segura de que él sabría apreciar lo que estaba viendo. Ni siquiera se movió cuando una mano abierta empezó a deslizarse sobre su cuerpo, desde la clavícula hacia abajo primero, desde las rodillas hacia arriba después, perdiendo serenidad en cada milímetro de su piel de manzana recién lavada. Él reconocía su firmeza, la tensa elasticidad de aquella carne dura que sabía ablandarse bajo la presión de sus pulgares, y que extraía de su propia abundancia la ventaja de un cierto temblor aterciopelado, oceánico, en la base de los pechos, en las caderas redondas, en la mullida funda que, a la altura de sus riñones, desencadenaba la furia compacta y circular de un culo estupendo, más que estupendo, tan insoportablemente perfecto que lo sintió en el filo de los dientes mientras lo recorría con las yemas de los dedos. Aquella mujer estaba llena de asas, y él no había decidido aún a qué par renunciar cuando metió la lengua en su boca para encontrar un sabor áspero y caliente, el sabor del aguardiente donde maceran las guindas, que es el sabor de las mujeres desnudas que saben exactamente lo que quieren.

Almudena Grandes, _Los aires difíciles_, Tusquets, Barcelona, 2002.
(...) Baltasar Mateus, el Sietesoles, está callado, sólo mira fijamente a Blimunda, y cada vez que ella lo mira siente él una crispación en la boca del estómago, porque ojos como éstos jamás los había visto, claros cenicientos, o verdes, o azules, que con las luz de fuera varían o con el pensamiento de dentro, y a veces se vuelven negros nocturnos o blancos brillantes como lascado carbón de piedra. Vino a esta casa, no porque se lo dijeran, pero Blimunda le había preguntado su nombre y él le había respondido, no era precisa mejor razón. Terminado el auto de fe, barridos los restos, Blimunda se retiró, el cura fue con ella, y cuando Blimunda llegó a su casa dejó la puerta abierta para que Baltasar entrara. Él entró y se sentó, el cura cerró la puerta y encendió una candela a la última luz de una rendija, bermeja luz de poniente que llega a este alto cuando ya en la parte baja de la ciudad oscurece, se oye gritar a unos soladados en las murallas del castillo, si fuera otra ocasión, Sietesoles recordaría la guerra, pero ahora sólo tiene ojos para Blimunda, o para el cuerpo de ella, que es alto y delgado como el de la inglesa con quien, despierto, soñó en el mismo día que desembarcó en Lisboa.

Blimunda se levantó del tajuelo, encendió lumbre en la llar, puso sobre la trébede un cacerolo de sopas y, cuando empezó a hervir, echó una parte en dos cuencos que sirvió a los hombres, todo esto lo hizo sin hablar, no había vuelto a abrir la boca desde que preguntó, cuántas horas hace, Cuál es su gracia; pese a que el cura fue el primero en acabar de comer, esperó a que Baltasar terminase para servirse de la cuchara de él, era como si, callada, estuviese respondiendo a otra pregunta, Aceptas para tu boca la cuchara de que se ha servido este hombre, haciendo suyo lo que era tuyo, volviendo ahora a ser tuyo lo que fue de él, y eso tantas veces hasta que se pierda el sentido del lo tuyo y lo mío, y como Blimunda ya había dicho que sí antes de ser preguntada, Entonces, os declaro casados. El padre Bartolomeu Lourenço esperó a que Blimunda acabara de comer las sopas que quedaron, le echó la bendición, cubriendo con ella persona, comida y cuchara, el regazo, la lumbre, la candela, la estera del suelo, el muñón de Baltasar. Luego, se fue.

Durante una hora se quedaron los dos sentados, sin hablar. Sólo una vez se levantó Baltasar para echar leña al fuego que iba decayendo, y una vez espabiló Blimunda la candela, que estaba agonizando la luz, y entonces, siendo tanta la claridad, ya pudo Sietesoles decir, Por qué me preguntaste el nombre, y Blimunda respondió, Porque mi madre lo quiso saber y quería que yo lo supiera. Cómo lo sabes, si con ella no pudiste hablar, Sé que sé, no sé cómo sé, no hagas preguntas a las que no puedo responder, haz como hiciste, viniste y no preguntaste por qué, Y ahora, qué, Si no tienes dónde vivir mejor, quédate aquí, He de ir a Mafra, tengo allá familia, Mujer, Padres y una hermana, Quédate mientras no vayas, siempre tendrás tiempo de partir, Por qué quieres que me quede, Porque es preciso, No es ésa razón que me convenza, Si no quieres quedarte vete, no te puedo obligar, No tengo fuerzas que me lleven de aquí, me has echado un hechizo en el cuerpo, No te eché tal, no dije una palabra, no te toqué, Me miraste por dentro, Juro que nunca te miraré por dentro, Juras que no lo harás y ya lo has hecho, No sabes de qué hablas, no te miré por dentro, Si me quedo, dónde duermo, Conmigo.

Se acostaron. Blimunda era virgen. Cuántos años tienes, preguntó Baltasar, y Blimunda respondió, Diecinueve años, pero ya entonces se había vuelto mucho más vieja. Corrió algo de sangre por la estera. Con las puntas de los dedos índice y corazón humedecidos en ella, Blimunda se persignó e hizo una cruz en el pecho de Baltasar, sobre el corazón. Estaban los dos desnudos. En una calle cercana oyeron voces de desafío, batir de espadas, carreras. Luego, silencio. No corrió más sangre.

Cuando, por la mañana, despertó Baltasar, vio a Blimunda tendida a su lado, comiendo pan, con los ojos cerrados. Sólo los abrió, cenicientos a aquella hora, tras acabar de comer, y dijo, Nunca te miraré por dentro.

José Saramago. _Memorial del convento_. Seix Barral, Buenos Aires, 1995.