Con la ayuda de la voz, evoqué su rostro, su melena de entonces, sus poderosas manos. Retrocedí sin ruido y entré en el cuarto de baño. Me sorprendió la altura del interruptor de la luz, el olor de las toallas, el diseño de la bañera. Me asomé al espejo y vi un rostro ovalado en el interior del cual navegaban unos ojos oscuros. Contemplé la geografía de mi cara por ver si su relieve delataba ya lo que iba a ser de mí. De súbito, una tristeza inconsolable me colocó al borde del llanto. Cogido al lavabo como un náufrago a una tabla, me entregué a las lágrimas con desesperación infantil. Afortunadamente, el hombre maduro que compartía con el niño aquel cuerpo pequeño restó importancia a mi llanto, consolándome con palabras suaves que fueron, poco a poco, devolviéndome a la normalidad.


Juan José Millás. "El clavo del que uno se ahorca", en _Primavera de luto_. Punto de lectura, Madrid, 2001.
El cohete, instalado en la plataforma de lanzamiento, soplaba rosadas nubes de fuego y calor de horno. El cohete se alzaba en la fría mañana de invierno, creaba verano con cada aliento de los poderosos escapes. El cohete transfromaba los climas, y durante unos instantes fue verano en la tierra...


Ray Bradbury. _Crónicas marcianas_. Minotauro, Barcelona, 2002.
En Caballito, donde arrancó nuestro sueño de salvación de la patria, los chicos todavía recogen el Sugus que se les cayó al suelo, sin el papelito, y se lo meten en la boca. Y lo chupan para sacarle todo el jugo y no se han muerto. No es para tanto tomar un caramelo del piso. No es lo que se dice. Sus padres los toman de las orejas, o los tironean del brazo para cruzar Rivadavia al 4900 por la mitad de cuadra, para entrar recto a las galerías. Y si los nenes piden helado, compañeros, los padres no les compran. Y si la abuela se muere les dicen: vestite, la abuela se murió. También hay abrazos en esa zona, con los goles que se hacen los domingos a unos arcos armados con dos remeras en el Parque Centenario, y cierta productividad cultural de mirar fotos el día que entierran a la abuelita. Así la queremos recordar, soplando velas, la vieja, con un flashazo en la cara.
En el otro lado de la vida, acá, en los geriátricos de Palermo, a los ancianos también los enferman de productividad. No es sólo que los ponen a tejer, los vuelven alfareros a los ochenta años. Nadie se va de acá sin su cenicero de crealina, les dice el de la cochería. En Caballito no. Los viejos miran la calle desde una ventana con herrajes negros, sentados en sillas de mimbre durante mil horas hasta morirse con los labios húmedos y la barba crecida. En Caballito se mira la calle por última vez.


Esteban Schmidt. _The Palermo Manifiesto_. Emecé, Buenos Aires, 2008.
Ninguno de nosotros dijo nada de lo que había pasado la noche anterior en mi habitación. Eso iba en el coche con nosotros como un secreto, como algo que pertenecía a un ámbito de cuartos estrechos y pensamientos nocturnos y no debía sacarse a la luz del día. Mencionándolo se corría el riesgo de destruirlo, y por tanto apenas fuimos más allá de una mirada furtiva de cuando en cuando, una sonrisa fugaz, una mano cautelosamente puesta en la rodilla del otro. ¿Cómo podía saber lo que pensaba Alma? Me alegraba de que se hubiera metido en mi cama, y me alegraba de aquellas horas que pasamos juntos en la oscuridad. Pero se trataba de una sola noche, y no tenía la menor idea de lo que nos iba a pasar después.


Paul Auster. _El libro de las ilusiones_. Anagrama, Buenos Aires, 2003.
"El peletero había escuchado el relato de Hueso al ritmo de las gotas que repiqueteaban en su cabeza como las palabras de Hueso. Un poco frías, un poco sucias, un poco ajenas."


Luis Gusmán. _El peletero_. Edhasa, Buenos Aires, 2007.
Cuenta Fernández, después del tercer vaso de vino, que la más morena o el caos de la carne le inventó un idilio, y de pronto salió asegurándole que él se iba a vivir con una mujer que había comprado un departamento -"ella tiene plata, no me lo niegues"- y que ahora lo estaba amoblando. Fernández nada contestó. Él, generalmente, no contesta infamias. Mira, escucha, calla. Eso hizo con el caos de la carne. Como él era todo ojos y silencio, ella le manoteó frente al rostro y luego se echó a llorar. Llora con facilidad el caos de la carne.


José Luis Garcés González. "Fernandez y las ferocidades del vino", en _Vino para contarnos_. Planeta, Buenos Aires, 2007.
Era bella, elástica, con la piel tierna del color del pan y los ojos de almentras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y un aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las buganvillas. "Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida", pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.


Gabriel García Márquez. "El avión de la bella durmiente", en _Vino para contarnos_. Planeta, Buenos Aires, 2007.