(...) Baltasar Mateus, el Sietesoles, está callado, sólo mira fijamente a Blimunda, y cada vez que ella lo mira siente él una crispación en la boca del estómago, porque ojos como éstos jamás los había visto, claros cenicientos, o verdes, o azules, que con las luz de fuera varían o con el pensamiento de dentro, y a veces se vuelven negros nocturnos o blancos brillantes como lascado carbón de piedra. Vino a esta casa, no porque se lo dijeran, pero Blimunda le había preguntado su nombre y él le había respondido, no era precisa mejor razón. Terminado el auto de fe, barridos los restos, Blimunda se retiró, el cura fue con ella, y cuando Blimunda llegó a su casa dejó la puerta abierta para que Baltasar entrara. Él entró y se sentó, el cura cerró la puerta y encendió una candela a la última luz de una rendija, bermeja luz de poniente que llega a este alto cuando ya en la parte baja de la ciudad oscurece, se oye gritar a unos soladados en las murallas del castillo, si fuera otra ocasión, Sietesoles recordaría la guerra, pero ahora sólo tiene ojos para Blimunda, o para el cuerpo de ella, que es alto y delgado como el de la inglesa con quien, despierto, soñó en el mismo día que desembarcó en Lisboa.

Blimunda se levantó del tajuelo, encendió lumbre en la llar, puso sobre la trébede un cacerolo de sopas y, cuando empezó a hervir, echó una parte en dos cuencos que sirvió a los hombres, todo esto lo hizo sin hablar, no había vuelto a abrir la boca desde que preguntó, cuántas horas hace, Cuál es su gracia; pese a que el cura fue el primero en acabar de comer, esperó a que Baltasar terminase para servirse de la cuchara de él, era como si, callada, estuviese respondiendo a otra pregunta, Aceptas para tu boca la cuchara de que se ha servido este hombre, haciendo suyo lo que era tuyo, volviendo ahora a ser tuyo lo que fue de él, y eso tantas veces hasta que se pierda el sentido del lo tuyo y lo mío, y como Blimunda ya había dicho que sí antes de ser preguntada, Entonces, os declaro casados. El padre Bartolomeu Lourenço esperó a que Blimunda acabara de comer las sopas que quedaron, le echó la bendición, cubriendo con ella persona, comida y cuchara, el regazo, la lumbre, la candela, la estera del suelo, el muñón de Baltasar. Luego, se fue.

Durante una hora se quedaron los dos sentados, sin hablar. Sólo una vez se levantó Baltasar para echar leña al fuego que iba decayendo, y una vez espabiló Blimunda la candela, que estaba agonizando la luz, y entonces, siendo tanta la claridad, ya pudo Sietesoles decir, Por qué me preguntaste el nombre, y Blimunda respondió, Porque mi madre lo quiso saber y quería que yo lo supiera. Cómo lo sabes, si con ella no pudiste hablar, Sé que sé, no sé cómo sé, no hagas preguntas a las que no puedo responder, haz como hiciste, viniste y no preguntaste por qué, Y ahora, qué, Si no tienes dónde vivir mejor, quédate aquí, He de ir a Mafra, tengo allá familia, Mujer, Padres y una hermana, Quédate mientras no vayas, siempre tendrás tiempo de partir, Por qué quieres que me quede, Porque es preciso, No es ésa razón que me convenza, Si no quieres quedarte vete, no te puedo obligar, No tengo fuerzas que me lleven de aquí, me has echado un hechizo en el cuerpo, No te eché tal, no dije una palabra, no te toqué, Me miraste por dentro, Juro que nunca te miraré por dentro, Juras que no lo harás y ya lo has hecho, No sabes de qué hablas, no te miré por dentro, Si me quedo, dónde duermo, Conmigo.

Se acostaron. Blimunda era virgen. Cuántos años tienes, preguntó Baltasar, y Blimunda respondió, Diecinueve años, pero ya entonces se había vuelto mucho más vieja. Corrió algo de sangre por la estera. Con las puntas de los dedos índice y corazón humedecidos en ella, Blimunda se persignó e hizo una cruz en el pecho de Baltasar, sobre el corazón. Estaban los dos desnudos. En una calle cercana oyeron voces de desafío, batir de espadas, carreras. Luego, silencio. No corrió más sangre.

Cuando, por la mañana, despertó Baltasar, vio a Blimunda tendida a su lado, comiendo pan, con los ojos cerrados. Sólo los abrió, cenicientos a aquella hora, tras acabar de comer, y dijo, Nunca te miraré por dentro.

José Saramago. _Memorial del convento_. Seix Barral, Buenos Aires, 1995.

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