Rosario cayó sobre él.

Estaban solos, Rosario y Byron Roberts, y Rosario cayó sobre él, vertiginosa, desnuda, cruel.

Rosario no gruñía. Rosario no jadeaba. Rosario no gemía. Rosario no se permitía el suspiro. Rosario no se permitía los estertores que acompañan la destilación de las leches.

No, no fue sobre la tabla de la mesa en la que cenaban ella, Farrell y Byron Roberts. No fue en el piso de la comisaría, ni en un recoveco que oliese a encierro, a desechos que esperaba el fuego. Fue en la cama que Farrell compró a plazos.

Rosario le quitó la ropa a Byron Roberts, y tendió a Byron Roberts en la cama que Farrell compró a plazos. Lo tendió boca arriba, y lo domó.

Andrés Rivera, _Hay que matar_, Alfaguara, Buenos Aires, 2001

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