El hombre y ella, en cambio, todavía no tenían agallas, nadaban cada uno por su andarivel, como peatones obedientes, como juguetes a cuerda. Sin embargo estaban en la misma agua y se cruzaban, en cada largo, inevitablemente, cada vez en un punto distinto sobre aquellos veinticinco metros de ida y veinticinco de vuelta. Un mediodía, antes de que ella se sumergiera, él se sacó las antiparras, la miró con ojos azules, como de azulejo, pensó ella, y le dijo "está un poco fría". Ella se zambulló pensando en aquellos ojos de azulejo pero también en el pecho del hombre y la forma tensa y precisa en que se estrechaba hasta llegar a la cintura. "Para mí está tibia" le contestó cuando salió a la superficie y qué tontas las palabras, pensó, qué manera tan pálida a veces de tocar las cosas.

El cortejo acuático se prolongó todavía por un tiempo. Ella nadaba para él con sus brazadas más elásticas. Hacía elegantes corcoveos para pasar del pecho a la espalda. Se sacaba la gorra de goma y dejaba que el pelo flotara en el agua. Él la deslumbraba con su salto del ángel y sus grandes abrazos al aire cuando nadaba mariposa. Un día los dos se olvidaron las antiparras y dejaron que sus ojos se irritaran libremente de miradas y de cloro. Pasaron a milímetros uno del otro, pensando en delfines y sirenas y las palabras más o menos tontas tejieron la urdimbre necesaria hasta que por fin se zambulleron en otras aguas.

Lirios Azules se llamaba el hotel, pero después de varios encuentros lo bautizaron Delirios Azules.

Hubo otros bautismos. Ella le echó agua de la pileta sobre la frente y los hombros y le dijo que se llamaría Crawl. Un estilo que él nadaba con admirable coordinación (apenas sacaba la cabeza para tomar aire, mientras que ella emergía siempre como desesperada. Nadás crawl como si te ahogaras dijo él). Pero sobre todo, dijo ella, Crawl es nombre de amante sueco, o extraterrestre, y le pidió por favor que nunca le dijera su verdadero nombre. Ella tampoco le confesó el suyo. Solamente le dijo que empezaba con "a" y entonces se llamó a lo largo del tiempo Amanda, Adela, Alejandra, Amelia, pero sobre todo "mi cielo", porque él, aunque también quisiera jugar, era un hombre sentimental.

Inés Fernández Moreno. "Un amor de agua", en _Hombres como médanos_, Alfaguara, BsAs, 2003.

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