Ninguno de nosotros dijo nada de lo que había pasado la noche anterior en mi habitación. Eso iba en el coche con nosotros como un secreto, como algo que pertenecía a un ámbito de cuartos estrechos y pensamientos nocturnos y no debía sacarse a la luz del día. Mencionándolo se corría el riesgo de destruirlo, y por tanto apenas fuimos más allá de una mirada furtiva de cuando en cuando, una sonrisa fugaz, una mano cautelosamente puesta en la rodilla del otro. ¿Cómo podía saber lo que pensaba Alma? Me alegraba de que se hubiera metido en mi cama, y me alegraba de aquellas horas que pasamos juntos en la oscuridad. Pero se trataba de una sola noche, y no tenía la menor idea de lo que nos iba a pasar después.


Paul Auster. _El libro de las ilusiones_. Anagrama, Buenos Aires, 2003.
"El peletero había escuchado el relato de Hueso al ritmo de las gotas que repiqueteaban en su cabeza como las palabras de Hueso. Un poco frías, un poco sucias, un poco ajenas."


Luis Gusmán. _El peletero_. Edhasa, Buenos Aires, 2007.
Cuenta Fernández, después del tercer vaso de vino, que la más morena o el caos de la carne le inventó un idilio, y de pronto salió asegurándole que él se iba a vivir con una mujer que había comprado un departamento -"ella tiene plata, no me lo niegues"- y que ahora lo estaba amoblando. Fernández nada contestó. Él, generalmente, no contesta infamias. Mira, escucha, calla. Eso hizo con el caos de la carne. Como él era todo ojos y silencio, ella le manoteó frente al rostro y luego se echó a llorar. Llora con facilidad el caos de la carne.


José Luis Garcés González. "Fernandez y las ferocidades del vino", en _Vino para contarnos_. Planeta, Buenos Aires, 2007.
Era bella, elástica, con la piel tierna del color del pan y los ojos de almentras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y un aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las buganvillas. "Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida", pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.


Gabriel García Márquez. "El avión de la bella durmiente", en _Vino para contarnos_. Planeta, Buenos Aires, 2007.
En sueños su pálida novia iba hacia él desde una verde bóveda de ramas. Sus pezones como de marga y sus costillas pintadas de blanco. Llevaba un vestido de gasa y sus cabellos oscuros estaban recogidos con peinetas de marfil, peinetas de concha. Su sonrisa, su mirada baja. Por la mañana volvía a nevar. Cuentas de hielo gris en ristra sobre los cables de electricidad.


Desconfiaba de todo eso. Decía que los sueños correctos para un hombre en peligro eran sueños de peligro y que lo demás era solo la llamada de la languidez y de la muerte. Dormía poco y dormía mal. Soñó que despertaba en un bosque florido con pájaros volando frente a él y el niño y el cielo era de un azul dolorido pero él ya estaba aprendiendo a despertarse de esos mundos de sirena. Tumbado en la oscuridad con un leve y extraño sabor a melocotón de un huerto fantasma en la boca. Pensó que si vivía lo suficiente el mundo se perdería por fin del todo. Como el agonizante mundo que habitan los ciegos nuevos, todo él disolviéndose lentamente de la memoria.


De las fantasías diurnas en la carretera no había modo de despertar. Siguió caminando pesadamente. Lo recordaba todo de ella salvo su olor. Sentado en un teatro con ella al lado inclinada al frente escuchando la música. Volutas y apliques dorados y los pliegues del telón como columnas a cada lado del escenario. Ella le tenía la mano cogida sobre el regazo y él notaba la parte superior de sus medias a través de la fina tela de su vestido de verano. Congela este fotograma. Ahora maldice tu oscuridad y tu frío y fastídiate.


Corman McCarthy. _La carretera_. Literatura Mondadori, Barcelona, 2007.
—Estoy tocando el fondo del fondo —continuó el psiquiatra—, y no estoy seguro de poder salir de este barrizal. Ni siquiera estoy seguro de que haya alguna salida para mí, ¿entiendes? A veces oía hablar a los pacientes y pensaba en cómo aquel tipo o aquella tipa se metían en el pozo y yo no veía la forma de sacarlos de ahí debido al poco alcance de mi brazo.. Como cuándo de estudiantes nos mostraban a los cancerosos en las enfermerías aferrados al mundo por el ombligo de la morfina. Pensaba en la angustia de aquel tipo o de aquella tipa, sacaba remedios y palabras de consuelo de mi espanto, pero nunca pensé que algún día llegaría a engrosar esas filas porque yo, joder, tenía fuerza. Tenía fuerza: tenía mujer, tenía hijas, el proyecto de escribir, cosas concretas, boyas para mantenerme a flote. Si la ansiedad me acuciaba un poco, por la noche, ¿sabes?, iba a la habitación de las niñas, a aquel desorden de trastos infantiles, las veía dormir, me serenaba: me sentía apuntalado, ah, apuntalado y a salvo. Y de repente, carajo, mi vida se volvió del revés, me vi como una cucaracha patas para arriba, sin apoyo. Nosotros, ¿entiendes?, quiero decir, ella y yo, nos queríamos mucho, seguimos queriéndonos mucho y la cagada es que yo no pueda poner otra vez derecho, telefonearle y decirle: —vamos a luchar— porque tal vez he perdido las ganas de luchar, los brazos no se mueven, la voz no suena, los tendones del cuello no sujetan la cabeza. Coño, eso es lo único que quiero. Creo que los dos hemos fallado por no saber perdonar, por no saber aceptarnos del todo, y mientras tanto entre herir y ser herido nuestro amor (es bueno decirlo así: nuestro amor) resiste y crece sin que hasta ahora ningún viento lo apague.


António Lobo Antunes. _Memoria de elefante_. Sudamericana, Buenos Aires, 2007.
Alargué el brazo e intenté tocarla, pero ella se echó hacia atrás. Los labios le temblaban. A continuación, alzó las dos manos y empezó a desabrocharse la bata. Tenía siete botones. Contemplé, cual si fuera una prolongación del sueño, cómo sus hermosos y delgados dedos iban desabrochándolos, uno tras otro. Una vez hubo soltado los siete pequeños botones blancos, Naoko, como una serpiente que se desprende de su piel, dejó que la bata se deslizara desde los hombros hasta la cadera y quedó completamente desnuda, pues no llevaba nada debajo. Lo único que tenía puesto era el pasador con forma de mariposa. Naoko, todavía arrodillada en el suelo, se quedó mirándome. Bañado por la suave luz de la luna, su cuerpo tenía el lustre de la carne recién nacida, y casi despertaba compasión. Al moverse -en un movimiento apenas perceptible-, las partes bañadas por la luz de la luna se desplazaron levemente, las sombras que teñían su cuerpo cambiaron de forma. Los pechos redondos y llenos, los pequeños pezones, la cavidad del ombligo, las caderas, el vello púbico, todas las texturas de aquella sombra cambiaron de forma, igual que las ondas sobre la superficie de un lago.


Haruki Murakami. _Tokio Blues_. Tusquets, Buenos Aires, 2005.
El fuego entre un hombre y una mujer es como el de las fogaratas. Por algo los tangos hablan de pasiones abrasadoras, sentimientos encendidos, besos que queman. Lo sabemos sin entenderlo. Más importante ahora es recolectar el kerosene.


Guillermo Saccomanno. _El pibe_. Planeta, Buenos Aires, 2006.
Muchos antes de conocerla y muchos sueños antes de dirigirle la palabra, contemplé conmovido una de esas escenas que permanecen para siempre en los archivos mágicos de la memoria: un matador español -Miguel o Gabriel Márquez- caminó lentamente hacia la barrera y le brindó engallado la muerte del primer toro. Y mientras los viejos aficionados de Acho aplaudían orgullosos intentando recordar desde cuándo no le brindaban un toro a una señorita limeña, mis ojos se precipitaron sobre Ninotchka y su vestido rojo. Rojo como un incendio secreto. Rojo como el capote de aquel torero en cuyos brazos imaginé a Ninotchka, desfallecida como Matilde Urbach.


Fernando Iwasaki. _Libro del mal amor_. RBA, Barcelona, 2001.
Empezaron a hablar de otros temas no relacionados con su amor. En las cartas que Emma le escribía, le hablaba de versos, de la luna, de las estrellas, como si echara mano de aquellos ingenuos recursos, sucedáneos externos de una pasión debilitada que se empeñaba en reavivar. Siempre se estaba proponiendo disfrutar en el próximo viaje de una profunda felicidad. Pero luego tenía que reconocer que no había sentido nada del otro mundo. Aquella decepción se borraba enseguida al calor de nuevas esperanzas y volvía a él cada vez más encendida y ávida. Se desnudaba de una manera brutal, desatándose las finas cintas de su corpiño, que caía sussurrante en torno a sus caderas como un reptil que se desliza. Se dirigía de puntillas, descalza, a comprobar si estaba bien corrido el pestillo de la puerta y luego, de un solo ademán, dejaba caer toda su ropa al suelo. Y se apretaba con un profundo estremecimiento contra su cuerpo, pálida, silenciosa y grave.


Gustave Flaubert. _Madame Bovary_. Tusquets, Barcelona, 1993.