Ninguno de nosotros dijo nada de lo que había pasado la noche anterior en mi habitación. Eso iba en el coche con nosotros como un secreto, como algo que pertenecía a un ámbito de cuartos estrechos y pensamientos nocturnos y no debía sacarse a la luz del día. Mencionándolo se corría el riesgo de destruirlo, y por tanto apenas fuimos más allá de una mirada furtiva de cuando en cuando, una sonrisa fugaz, una mano cautelosamente puesta en la rodilla del otro. ¿Cómo podía saber lo que pensaba Alma? Me alegraba de que se hubiera metido en mi cama, y me alegraba de aquellas horas que pasamos juntos en la oscuridad. Pero se trataba de una sola noche, y no tenía la menor idea de lo que nos iba a pasar después.


Paul Auster. _El libro de las ilusiones_. Anagrama, Buenos Aires, 2003.

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