Debo ser positivo mientras lloro. No quiero cocerme en mis frustraciones. Pero no, mientras lloro no puedo pensar bien ni mal. Las lágrimas todo lo echan abajo y no es cuestión de pensar, es cosa de sentir para no estropear el llanto. Me dejo llevar por las lágrimas y la música. Hasta los surcos de agua salada que se desliza por la cara se mueven al ritmo de los violines, como debe ser. Para eso se creó también la música, como un vehículo que surca el río de nuestras desgracias.

Jesús Ruiz Mantilla. _Gordo_. RBA, Barcelona, 2005.
—También hay buenos momentos —añadía Tom, resistiéndose a que Harry dijera la última palabra—. Indelebles momentos de gracia, éxtasis minúsculos, milagros inesperados. Pasar tranquilamente por Times Square a las tres y media de la madrugada, sin nada de tráfico, y encontrarse de pronto solo en el centro del mundo, con esa lluvia de luces de neón cayéndote encima. Hacer que el velocímetro pase de ciento veinte por el Belt Parkway justo antes de amanecer y sentir cómo te inunda el olor del océano por la ventanilla abierta. O cruzar el Puente de Brooklyn en el preciso instante en que la luna llena aparece en medio del arco, y eso es lo único que se ve, la brillante esfera amarilla de la luna, tan grande que da miedo, y entonces te olvidas de que vives en la tierra y te imaginas que en realidad estás flotando por el espacio. Ningún libro puede reproducir esas cosas.


Paul Auster. _Brooklyn Follies_. Anagrama, Buenos Aires, 2006.
En su quinto día de quedarse en la cama, ya habrían jurado que llevaban toda la vida juntos. Pasarse día tras día en la cama producía probablemente la misma sensación que ser un vampiro. Imagínate estar viva durante un millar de años y seguir cometiendo el mismo estúpido error. Durante miles de años sigues yendo a bares y discotecas y creyendo que te los estás pasando en grande. Te imaginas que eres el centro de atención. Tienes un marido que te parece guapo. Crees que los dos estáis buenísimos.
(...) Ahora ya no tenía sentido salir de la cama y borrar la cinta de vídeo. Sería como romper un espejo porque te enseña la verdad. Como matar al mensajero que trae malas noticias.
—Cuando te pasas día tras día en la cama —dice la señora Clark—, te dan cuenta de que lo que mata a los vampiros no son las estacas de madera. Es toda la carga emocional y las decepciones que tienen que llevar encima siglo tras siglo.
Te conviene pensar que cada vez te vuelves más listo y gracioso. Que mientras te sigas esforzando, vas lanzado a ese Gran Éxito. Así es como te sentirías siendo un vampiro durante tal vez los primeros dos centenares de años. Después, lo único que tendrías sería la misma relación fracasada multiplicada por doscientos.


Chuck Palahniuk. _Fantasmas_. Mondadori, Buenos Aires, 2006.
La señora Ota tenía al menos cuarenta y cinco años, unos veinte más que Kikuji, pero logró que él olvidara su edad cuando hicieron el amor. Kikuji sentía que tenía entre sus brazos a una mujer más joven que él mismo.
Al compartir una felicidad que provenía de la experiencia de la mujer, Kikuji no sentía nada de la reticencia bochornosa de la inexperiencia.
Sentía como si fuera la primera vez que conocía a una mujer y como si por primera vez se conociera a sí mismo como hombre. Era un extraordinario despertar. Nunca había imaginado que una mujer podía ser tan enteramente dócil y receptiva, una pareja que lo acompañaba y, al mismo tiempo, lo inducía a sumirse en una fragancia tibia.


Yasunari Kawabata. _Mil grullas_ Emecé, Buenos Aires, 2005.
Andreas se sabía detestable y se gustaba así, decía cosas detestables y lo detestaba casi todo, pero más que nada se detestaba a sí mismo. Y eso precisamente, pensaba él, firmaba y sellaba su salvoconducto, su licencia para detestar.
¿Y qué era lo que más detestaba Andreas de sí mismo?
Su nombre, claro está, que era el mismo nombre de su padre u de su abuelo y también el de su hijo. Un nombre que sonaba ridículamente femenino y del que no había logrado librarse, ya que entre los Ringmayer era poco menos que una tradición sagrada. Un nombre que pasí de sus manos a las manos de su propio hijo como un regalo envenenado de que nadie, entre todos los Ringmayer, podía librarse. Y ésa era, al fin y al cabo, la naturaleza de su estirpe, una incapacidad manifiesta para guiar sus propias vidas y una capacidad ilimitada para la resignación y la obediencia. Lo que un Ringmayer decide no lo cambia otro, y así se había ido perpetuando, la suerte, el oficio (de abogado) y hasta los gestos, entre los varones de una familia que en el fondo apenas tenía nada bueno que guardar, ni herencias ni memorias ilustres. Los Ringmayer se pasaban ese nombre de unos a otros como si fuera un cofre vacío.


Ray Loriga. _El hombre que inventó Manhattan_. El Aleph, Barcelona, 2004.
Jacobo, los ojos cazadores, verdes, felinos, sobre la piel muy oscura, quemada por el sol (o por un ancestro africano, vaya uno a saber), sigue extasiado mirándola despacio, hundido en sus ensueños. La vida, para él, cobra sentido a ratos, solamente, y esos ratos coinciden con la lectura de algo que lo exalte, o con la ilusión de que en algunas horas, días, meses, podrá conocer un cuerpo que por algún motivo lo seduzca. Hoy pudo leer algo sobre Angosta, y se entretuvo, pero mejor aún, acaba de encontrar a una muchacha a la que sueña con ver desnuda, con poderla tocar, besar, oler, abrazar. Otro verbo se le viene a la cabeza ya desbocada, más tosco y caballuno, pero lo rechaza de su mente con un gesto de la mano, como si se estuviera espantando una mosca. Es verdad que lo piensa, eso que no se dice ni le gusta confesarse, no por un pudor que ya no tiene, sino por preservar en sus nuevas relaciones un espacio a algo que no quisiera que fuera siempre carne, sólo carne. Decide no pensarlo más, la mira solamente.


Héctor Abad Faciolince. _Angosta_. Seix Barral. Buenos Aires, 2004.
Los negros se llamaban Oscar, Astor y Menenio, aunque la costumbre y la amistad habían reducido este último a Menio. Eran tres jóvenes alegres y sin complicaciones, ruidosos y desenfrenados en sus juegos, y bastante irascibles si alguien pretendía burlarse de ellos o de la raza negra en general; pero en cualquier otra circunstancia se mostraban obedientes y respetuosos, amantes de los niños y de los animales, en especial de los más tiernos, que pueden asarse simplemente ensartándolos en un palo. Altos y robustos, no tenían, por así decirlo, problemas; ni se imaginaban que la Humanidad pudiese tener un porvenir, y mucho menos un pasado; dormían a la intemperie, bebían de las fuentes y comían lo que encontraban; como carecían casi enteramente de memoria, no tenían ofensas que vengar, y cualquiera los hubiese considerado buenos.

Atanassim, en cambio, según decían sus conocidos, no era bueno; o mejor dicho, no se preocupaba mucho por parecer bueno, entre otras cosas porque todos sus esfuerzos en esa dirección tarde o temprano lo llevaban inexplicablemente en dirección opuesta. Dado que estaba obligado a vivir entre la gente, no le quedaban más que dos posibilidades de elección: actuar como actúan los demás, lo que a menudo resulta cansador y deprimente, o bien actuar como le diera la gana, lo que al fin y al cabo resulta todavía más cansador y deprimente. En consecuencia había elegido, como tantos otros, una suerte de vía intermedia: a veces actuaba como actúan los demás, y a veces actuaba como se le daba la gana.


J. Rodolfo Wilcock. _El templo etrusco_.Sudamericana, Buenos Aires, 2004.
Hervé Joncour sintió resbalar el agua por su cuerpo, primero sobre las piernas, y después a lo largo de los brazos, y sobre el pecho. Agua como aceite. Y un silencio extraño a su alrededor. Sintió la ligereza de un velo de seda que descendía sobre él. Y la mano de una mujer -de una mujer- que lo secaba acariciando su piel por todas partes: aquellas manos y aquel paño tejido de nada. Él no se movió en ningún momento, ni siquiera cuando sintió que las manos subían por los hombros hasta el cuello y los dedos -la seda y los dedos-, subían hasta sus labios, y los rozaban, una vez, lentamente, y desaparecían.
Hervé Joncour sintió todavía que el velo de seda se levantaba y se separaba de él. La última cosa fue una mano que abría la suya y que dejaba algo en la palma.
Esperó largamente, en el silencio, sin moverse. Después, con lentitud, se quitó el paño mojado de los ojos. No había ya luz apenas en la habitación. No había nadie a su lado. Se levantó, cogió la túnica que yacía doblada en el suelo, se la echó por los hombros, salió de la habitación, atravesó la casa, llegó ante su estera y se acostó. Se puso a observar la luz que temblaba, borrosa, en la lámpara. Y, con cuidado, detuvo el Tiempo durante todo el tiempo que lo deseó.
No fue nada, después, abrir la mano y ver aquella hoja de papel. Pequeña. Unos pocos ideogramas dibujados uno debajo del otro. Tinta negra.

Alessandro Baricco. _Seda_ Anagrama, Buenos Aires, 2006.
Pasaban 7 minutos de la medianoche. El perro estaba tumbado en la hierba, en medio del jardín de la casa de la señora Shears. Tenía los ojos cerrados. Parecía estar corriendo echado, como corren los perros cuando, en sueños, creen que persiguen a un gato. Pero el perro no estaba corriendo o dormido. El perro estaba muerto. De su cuerpo sobresalía una horquilla de jardín. Las púas de la horquilla debían de haber atravesado al perro y haberse clavado en el suelo, porque no se había caído. Decidí que probablemente habían matado al perro con la horquilla porque no veía otras heridas en el perro, y no creo que a nadie se le ocurra clavarle una horquilla a un perro después de que haya muerto por alguna otra causa, como por ejemplo de cáncer o un accidente de tráfico. Pero no podía estar seguro de que fuera así.

Mark Haddon. _El curioso incidente del perro a medianoche_. Salamandra. Buenos Aires, 2004.
Imagina que estás sentado en una butaca y que en una pantalla que tienes delante proyectan una película en la que te hacen una operación quirúrgica sangrienta y desgarradora. El cirujano te salva la vida. Era esencial para hacer que tú seas tú. Pero no lo recuerdas. ¿O sí? ¿Entendemos los acontecimientos que nos hacen ser lo que somos? ¿Entendemos los factores que nos hacen hacer las cosas que hacemos?
Cuando dormimos por la noche, cuando atravesamos un campo y vemos un árbol lleno de pájaros dormidos, cuando les decimos mentiras sin importancia a los amigos, cuando hacemos el amor,¿qué actos quirúrgicos se producen en nuestras almas? ¿Qué daños, curas y sobresaltos tendremos que superar y nunca seremos capaces de comprender? ¿Qué películas se filman que nunca se proyectarán?
Pero lo que es justo es justo: en Europa pasó algo. Y lo que pasó es que allí conocí a otra persona -Stéphanie, ya he dicho su nombre- y durante algún tiempo dejé de acordarme de Anna-Louise.
Pero, claro, ahora he vuelto a recordarla.
Y naturalmente mi relación con Anna-Louise ha cambiado. La mayoría de las prisas anteriores se han desvanecido, aunque eso es un alivio. El nuestro nunca ha sido un amor como de anuncio de cerveza, eso para empezar. Me deprimía que nuestra relación no se pareciera más a un anuncio de cerveza. Ya sabes: coches a más velocidad que la luz despidiendo canciones nucleares mientras veinte rubias de Planer Beach asan a unos bebés y amenazan con ponerse a follar en cualquier momento. Uno se contenta con lo que tiene.
Si Anna-Louise y yo hacemos demasiado hincapié en que nos gustamos el uno al otro, eso sólo nos recuerda que no somos tan apasionados como nos dicen que deberíamos ser. Mejor no pensar demasiado en esas cuestiones.
Me gusta Anna-Louise. Nos sentimos cómodos el uno con el otro, y espero que esto sea suficiente. Quedo exhausto pensado que debería haber algo más.

Douglas Coupland. _Planeta Champú_. Ediciones B, S.A., 1994