Ese juego lo descubrimos cuando Estefanía al besarme me ensalivó la mano sin querer y dijo de pronto:
"Qué raro, tu mano huele a apio."
Yo no quise decirle que lo que olía era su propia saliva (habíamos llevado una ensalada de apio al picnic) y la dejé continuar con el juego. Así que mientras nuestro amigo seguía contemplando la hoja seca que cayó en la página del manuscrito, ella continuó descubriendo olores raros en las distintas partes de mi cuerpo, según en su saliva predominara uno de los olores de las cosas que iba comiendo. Se asombró ante tantos olores fuertes y extravagantes que asoció con procesos de fermentación y misterios orgánicos. Pero lo que más le sorprendió fue, precisamente, encontrar una relación entre las partes de mi cuerpo y cosas que estaban fuera de mí y eran ajenas a mi epidermis. Quedó tan inquieta por el hallazgo, que me pidió que le dijera a qué olía su cuerpo. Me pareció que yo tenía la oportunidad de ser más gentil y delicado de lo que ella había sido conmigo, así que primero acabé de comer los sandwiches y los quesos, y me reservé el placer de olerla hasta la hora de las frutas.
Comí mandarina, y le ensalivé el pelo, lo olí y le dije:
"Tu pelo huele a mandarina."
Comí fresas y le ensalivé los pezones. Los olí y le dije:
"Tus pezones huelen a fresas."
Comí manzana y le ensalivé el resto de los pechos. Los olí y le dije:
"Tus pechos huelen a manzana."
Para esto, comenzó a llover y tuvimos que regresar a casa.
Nuestro amigo se despidió de nosotros, agradecido porque le habíamos dado una oportunidad más de aparecer en nuestras vidas, y orgulloso porque sabía -es decir, supo-, que durante un tiempo ya no se podría decir que Estefanía y yo cantábamos, barríamos o escribíamos en días y momentos indefinidos de nuestra existencia, porque a cambio de eso cantamos, barrimos y escribimos en fechas muy concretas, que jamás se me olvidarán: un 20 de agosto, cantamos desde las 9 de la mañana a las 12 del día. Un 13 de diciembre en la madrugada, barrimos nuestro cuarto y las escaleras del edificio. Un 18 de enero, escribimos todo lo que nos sucedió el día anterior, 17 de enero, hasta los primeros minutos del día 18, que fue cuando comenzamos a escribirlo. Y sobre todo aquella tarde, del 21 de abril, en que antes de llegar a nuestro cuarto, fuimos al mercado de las frutas y yo compré peras, piñas, mangos y albaricoques para ensalivar a Estefanía de pies a cabeza.

Fernando del Paso. _Palinuro de México_. Casa de las Américas, La Habana, 1977.

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