Ella le había descrito el sitio a Cris durante el asado, la playa grande, la extensión abierta, el modo en que las olas le recordaban algo que ella iba a necesitar pero que nunca iba a poseer, el viento húmedo y goteante sugiriéndole que toda la piel pasa sin sentir todo lo que puede y debe, la dura luz del sol insinuando que sin embargo por ahí, quién sabe, algo permanece, no todo es otoño después de haber sido verano.
Su futuro marido y mi futuro padre se acercó a Milagros sigilosamente, como si él mismo fuera un emisario de las arenas claras, la tocó sin ostentación en el hombro, y antes de que ella se diera vuelta para mirarlo, ella ya sabía quién era, sabía que era él. Ésa era la razón por a que había huído, para forzarlo a él, a ese hombre, a que la rastreara hasta acá para verificar que ella no había mentido cuando juraba que había un sitio en el mundo donde no producía una tristeza irremediable oler las olas y saber que la brisa no es eterna y ver a un cangrejo que se muere sin una mirada que lo acompañe, que ese sitio sí existía. Ella se había fugado para ver si el tal Cristobal era capaz de seguir las huellas que ella había ido dejando tras de sí.

Ariel Dorfman. _La Nana y el iceberg_. Seix Barral, Buenos Aires, 1999.

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