Eran, pues, de su tiempo. Se sentían a gusto consigo mismos. No eran, decían, del todo ilusos. Sabían mantener las distancias. Tenían desparpajo, o al menos lo intentaban. Tenían humor. Distaban mucho de ser tontos.

Un análisis profundo habría revelado fácilmente, en el grupo que formaban, corrientes divergentes, antagonismos sordos. Un sociómetro maniático y puntilloso no habría tardado en descubrir discrepancias, exclusiones recíprocas, enemistades latentes. A veces se daba el caso de que uno u otro de ellos, de resultas de incidentes más o menos fortuitos, de provocaciones larvadas, de desacuerdos disimulados, sembraba la discordia en el seno del grupo. Entonces, su hermosa amistad se venía abajo. Descubrían, con fingido estupor, que fulano, a quien creían generoso, era la mezquindad personificada, que mengano no era más que un egoísta. Se producían tiranteces, se consumaban rupturas. A veces hallaban un placer maligno en azuzarse unos contra otros. O bien aparecían las malas caras prolongadas, los períodos de distanciamiento acusado, de frialdad. Se evitaban y se justificaban sin cesar el que se evitasen, hasta que sonaba la hora de los perdones, de las reconciliaciones efusivas. Pues, a fin de cuentas, no podían pasar unos sin otros.
Estos juegos le ocupaban intensamento y dedicaban a ellos un tiempo precioso que, sin dificultad, habrían podido emplear en cosas muy diferentes. Pero estaban hechos de tal manera que, por más que lo sintieran a veces, el grupo que formaban los definía casi por completo. Fuera de él, carecían de vida real. Como todo, tenían la sensatez de no verse demasiado a menudo, de no trabajar siempre juntos, e incluso se esforzaban en mantener actividades individuales, zonas privadas en las que podían refugiarse, en las que podían olvidar un poco, no el grupo mismo, la mafia, el equipo, sino, por supuesto, la tensión que lo sustentaba. Su vida casi común hacía más fáciles los estudios, los viajes a provincias, las noches de análisis o redacción de informes; pero también los condenaba a ellos. Puede decirse que era su drama secreto, su debilidad común. Era aquello de lo que nunca hablaban.

Georges Perec. _Las cosas_. Anagrama, Barcelona, 2001.

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