Como todo el mundo, asistimos a la fiesta de Alice O'Connor para olvidarnos un poco de las hermanas Lisbon. Los camareros negros, vestidos con chaquetas rojas, nos sirvieron alcohol sin pedirnos el carné de identidad y, a cambio, a eso de las tres de la madrugada, tampoco nosotros dijimos nada cuando les vimos cargar las cajas de whisky sobrantes en el maletero de un desvencijado Cadillac. Dentro, conocimos chicas a las que nunca se les había ocurrido quitarse la vida. Les servimos bebidas, bailamos con ellas hasta que ya no se tuvieron en pie y después las sacamos a la terraza cubierta. Perdieron los zapatos de tacón alto por el camino, nos besaron en la húmeda oscuridad y después se escabulleron y huyeron corriendo a vomitar recatadamente entre los arbustos. Mientras lo hacían, algunos de nosotros les sosteníamos la cabeza, luego dejábamos que se enjuagasen la boca con cerveza y seguidamente las volvíamos a besar. Las chicas estaban monstruosas con sus vestidos de ceremonia, confeccionados sobre jaulas de alambre. En lo alto de la cabeza tenían sujetas libras de cabello. Borrachas, besándonos o medio derribadas en las sillas, su destino era la universidad, el marido, el cuidado de los hijos, la infelicidad atisbada confusamente. En otras palabras: su destino era la vida.

Jeffrey Eugenides. _Las vírgenes suicidas_. Anagrama, Barcelona, 1993.

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