-Ha sido fantástico, Paloma -me dijo Arturo cuando la puerta de cristal se cerró, y me di cuenta de que ni siquiera había llegado a conocer el nombre de mi primera clienta-. Enhorabuena.
-Tu llegarás lejos -corroboró su mujer-. Dame dos besos.
Escuché algunas promesas vagas, frases a medias sobre un aumento de sueldo, un porcentaje de las comisiones, un rutilante futuro en el negocio de la moda, y decidí que no podía seguir trabajando allí durante mucho más tiempo, porque ella no se había despedido de mí, porque no me había dicho nada, porque no me había dado las gracias. Ni siquiera sabía cómo se llamaba, sólo el título del libro donde se escondía, y en el que yo había leído una arrogancia, una soberbia, una admirable determinación que nos igualaba, porque las dos teníamos un sitio propio que nadie entendía y que por eso nadie podría nunca invadir. Pero quizás no era más que cobardía, el deseo de no mirar para no tener que ver, el miedo a comprender lo que se ve cuando se mira. O a lo mejor, lo único que pasaba es que no éramos iguales, que nunca lo seríamos. Yo también tenía orgullo, y problemas, mucha menos y mucha más suerte que ella, un don y una ventaja. Yo sabía que allí todo era mentira, y mis verdades pocas, contadas, frágiles hasta el instante en que salía a la calle.
Nos dieron la tarde libre y me despedí hasta el lunes, pero al salir de la tienda me encontré con que la calle Lista había cambiado. Su perfil se había desplomado, arrastrando consigo las aceras, los coches y los edificios, a lo largo de una pendiente favorable, cómoda, larguísima. Yo sabía que aquella cuesta abajo no era real, que no podía serlo porque una calle es siempre igual, tan plana o empinada a la ida como a la vuelta, pero aquella muchacha había vuelto a existir en su mundo y ya era hora de que yo volviera al mío. Mis pies avanzaban sin esfuerzo después de un día entero de trabajo, el sol calentaba sin quemar, y el metro volaba sobre los raíles. Tirso de Molina me estaba esperando, y en la sastrería de mi abuelo esperaba también un torero muy joven, muy guapo, muy consciente de su ambición, y de su miedo.
-Buenas tardes -decía mi padre en aquel instante-. ¿Qué desea?
No le dejé seguir.
Me acerqué a él, le puse una mano en el hombro y le miré. Cuando me miró, vi que tenía la cabeza grande, el pelo muy corto, rubio oscuro, los ojos dulces, la nariz recta, los labios apretados, y dos manos enormes de labrador, anchas y ásperas, de dedos largos, gruesos. Tenía también un aire decidido e indefenso al mismo tiempo, como si no estuviera muy seguro de haber dejado de ser un niño, como si acabara de llegar de la fotografía antigua de un pueblo andaluz seco y remoto, como si estuviera dispuesto a tragarse el mundo entero de un bocado, y entonces vi el hilo, la línea que separa la vida de la muerte, tendido entre sus ojos y los míos como un puente de luz, tenso, transparente. Primero vi aquel hilo. Después, por fin, un color.
-Tabaco -le dije-. Tabaco y negro. Y el año que viene estás en los carteles de San Isidro, puedes estar seguro...


Almudena Grandes. "Tabaco y negro" en _Estaciones de paso_. Tusquets, Buenos Aires, 2005.
porque yo me desierto y tú me lluvias
porque me océano y me balsas
porque me otoño y tú me hojas
porque me sótano y me alas
por eso yo te músico y me músicas
por eso yo te potro y tú me frutas
y yo te marinero y me tabernas
y yo te remolino y me lagunas
por eso yo te circo y tú me infancias
por eso te amarillo y me amarillas
y te barco y me arenas
y te astro y me noches
y te buzo y me perlas
y te campo y me flores
por eso yo te viento y tú me crines
por eso te crepúsculo y me auroras
por eso yo te cielo y tú me golondrinas

Pedro Mairal. "Por eso".