En Caballito, donde arrancó nuestro sueño de salvación de la patria, los chicos todavía recogen el Sugus que se les cayó al suelo, sin el papelito, y se lo meten en la boca. Y lo chupan para sacarle todo el jugo y no se han muerto. No es para tanto tomar un caramelo del piso. No es lo que se dice. Sus padres los toman de las orejas, o los tironean del brazo para cruzar Rivadavia al 4900 por la mitad de cuadra, para entrar recto a las galerías. Y si los nenes piden helado, compañeros, los padres no les compran. Y si la abuela se muere les dicen: vestite, la abuela se murió. También hay abrazos en esa zona, con los goles que se hacen los domingos a unos arcos armados con dos remeras en el Parque Centenario, y cierta productividad cultural de mirar fotos el día que entierran a la abuelita. Así la queremos recordar, soplando velas, la vieja, con un flashazo en la cara.
En el otro lado de la vida, acá, en los geriátricos de Palermo, a los ancianos también los enferman de productividad. No es sólo que los ponen a tejer, los vuelven alfareros a los ochenta años. Nadie se va de acá sin su cenicero de crealina, les dice el de la cochería. En Caballito no. Los viejos miran la calle desde una ventana con herrajes negros, sentados en sillas de mimbre durante mil horas hasta morirse con los labios húmedos y la barba crecida. En Caballito se mira la calle por última vez.


Esteban Schmidt. _The Palermo Manifiesto_. Emecé, Buenos Aires, 2008.

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