Los negros se llamaban Oscar, Astor y Menenio, aunque la costumbre y la amistad habían reducido este último a Menio. Eran tres jóvenes alegres y sin complicaciones, ruidosos y desenfrenados en sus juegos, y bastante irascibles si alguien pretendía burlarse de ellos o de la raza negra en general; pero en cualquier otra circunstancia se mostraban obedientes y respetuosos, amantes de los niños y de los animales, en especial de los más tiernos, que pueden asarse simplemente ensartándolos en un palo. Altos y robustos, no tenían, por así decirlo, problemas; ni se imaginaban que la Humanidad pudiese tener un porvenir, y mucho menos un pasado; dormían a la intemperie, bebían de las fuentes y comían lo que encontraban; como carecían casi enteramente de memoria, no tenían ofensas que vengar, y cualquiera los hubiese considerado buenos.

Atanassim, en cambio, según decían sus conocidos, no era bueno; o mejor dicho, no se preocupaba mucho por parecer bueno, entre otras cosas porque todos sus esfuerzos en esa dirección tarde o temprano lo llevaban inexplicablemente en dirección opuesta. Dado que estaba obligado a vivir entre la gente, no le quedaban más que dos posibilidades de elección: actuar como actúan los demás, lo que a menudo resulta cansador y deprimente, o bien actuar como le diera la gana, lo que al fin y al cabo resulta todavía más cansador y deprimente. En consecuencia había elegido, como tantos otros, una suerte de vía intermedia: a veces actuaba como actúan los demás, y a veces actuaba como se le daba la gana.


J. Rodolfo Wilcock. _El templo etrusco_.Sudamericana, Buenos Aires, 2004.
Hervé Joncour sintió resbalar el agua por su cuerpo, primero sobre las piernas, y después a lo largo de los brazos, y sobre el pecho. Agua como aceite. Y un silencio extraño a su alrededor. Sintió la ligereza de un velo de seda que descendía sobre él. Y la mano de una mujer -de una mujer- que lo secaba acariciando su piel por todas partes: aquellas manos y aquel paño tejido de nada. Él no se movió en ningún momento, ni siquiera cuando sintió que las manos subían por los hombros hasta el cuello y los dedos -la seda y los dedos-, subían hasta sus labios, y los rozaban, una vez, lentamente, y desaparecían.
Hervé Joncour sintió todavía que el velo de seda se levantaba y se separaba de él. La última cosa fue una mano que abría la suya y que dejaba algo en la palma.
Esperó largamente, en el silencio, sin moverse. Después, con lentitud, se quitó el paño mojado de los ojos. No había ya luz apenas en la habitación. No había nadie a su lado. Se levantó, cogió la túnica que yacía doblada en el suelo, se la echó por los hombros, salió de la habitación, atravesó la casa, llegó ante su estera y se acostó. Se puso a observar la luz que temblaba, borrosa, en la lámpara. Y, con cuidado, detuvo el Tiempo durante todo el tiempo que lo deseó.
No fue nada, después, abrir la mano y ver aquella hoja de papel. Pequeña. Unos pocos ideogramas dibujados uno debajo del otro. Tinta negra.

Alessandro Baricco. _Seda_ Anagrama, Buenos Aires, 2006.
Pasaban 7 minutos de la medianoche. El perro estaba tumbado en la hierba, en medio del jardín de la casa de la señora Shears. Tenía los ojos cerrados. Parecía estar corriendo echado, como corren los perros cuando, en sueños, creen que persiguen a un gato. Pero el perro no estaba corriendo o dormido. El perro estaba muerto. De su cuerpo sobresalía una horquilla de jardín. Las púas de la horquilla debían de haber atravesado al perro y haberse clavado en el suelo, porque no se había caído. Decidí que probablemente habían matado al perro con la horquilla porque no veía otras heridas en el perro, y no creo que a nadie se le ocurra clavarle una horquilla a un perro después de que haya muerto por alguna otra causa, como por ejemplo de cáncer o un accidente de tráfico. Pero no podía estar seguro de que fuera así.

Mark Haddon. _El curioso incidente del perro a medianoche_. Salamandra. Buenos Aires, 2004.
Imagina que estás sentado en una butaca y que en una pantalla que tienes delante proyectan una película en la que te hacen una operación quirúrgica sangrienta y desgarradora. El cirujano te salva la vida. Era esencial para hacer que tú seas tú. Pero no lo recuerdas. ¿O sí? ¿Entendemos los acontecimientos que nos hacen ser lo que somos? ¿Entendemos los factores que nos hacen hacer las cosas que hacemos?
Cuando dormimos por la noche, cuando atravesamos un campo y vemos un árbol lleno de pájaros dormidos, cuando les decimos mentiras sin importancia a los amigos, cuando hacemos el amor,¿qué actos quirúrgicos se producen en nuestras almas? ¿Qué daños, curas y sobresaltos tendremos que superar y nunca seremos capaces de comprender? ¿Qué películas se filman que nunca se proyectarán?
Pero lo que es justo es justo: en Europa pasó algo. Y lo que pasó es que allí conocí a otra persona -Stéphanie, ya he dicho su nombre- y durante algún tiempo dejé de acordarme de Anna-Louise.
Pero, claro, ahora he vuelto a recordarla.
Y naturalmente mi relación con Anna-Louise ha cambiado. La mayoría de las prisas anteriores se han desvanecido, aunque eso es un alivio. El nuestro nunca ha sido un amor como de anuncio de cerveza, eso para empezar. Me deprimía que nuestra relación no se pareciera más a un anuncio de cerveza. Ya sabes: coches a más velocidad que la luz despidiendo canciones nucleares mientras veinte rubias de Planer Beach asan a unos bebés y amenazan con ponerse a follar en cualquier momento. Uno se contenta con lo que tiene.
Si Anna-Louise y yo hacemos demasiado hincapié en que nos gustamos el uno al otro, eso sólo nos recuerda que no somos tan apasionados como nos dicen que deberíamos ser. Mejor no pensar demasiado en esas cuestiones.
Me gusta Anna-Louise. Nos sentimos cómodos el uno con el otro, y espero que esto sea suficiente. Quedo exhausto pensado que debería haber algo más.

Douglas Coupland. _Planeta Champú_. Ediciones B, S.A., 1994
-Ha sido fantástico, Paloma -me dijo Arturo cuando la puerta de cristal se cerró, y me di cuenta de que ni siquiera había llegado a conocer el nombre de mi primera clienta-. Enhorabuena.
-Tu llegarás lejos -corroboró su mujer-. Dame dos besos.
Escuché algunas promesas vagas, frases a medias sobre un aumento de sueldo, un porcentaje de las comisiones, un rutilante futuro en el negocio de la moda, y decidí que no podía seguir trabajando allí durante mucho más tiempo, porque ella no se había despedido de mí, porque no me había dicho nada, porque no me había dado las gracias. Ni siquiera sabía cómo se llamaba, sólo el título del libro donde se escondía, y en el que yo había leído una arrogancia, una soberbia, una admirable determinación que nos igualaba, porque las dos teníamos un sitio propio que nadie entendía y que por eso nadie podría nunca invadir. Pero quizás no era más que cobardía, el deseo de no mirar para no tener que ver, el miedo a comprender lo que se ve cuando se mira. O a lo mejor, lo único que pasaba es que no éramos iguales, que nunca lo seríamos. Yo también tenía orgullo, y problemas, mucha menos y mucha más suerte que ella, un don y una ventaja. Yo sabía que allí todo era mentira, y mis verdades pocas, contadas, frágiles hasta el instante en que salía a la calle.
Nos dieron la tarde libre y me despedí hasta el lunes, pero al salir de la tienda me encontré con que la calle Lista había cambiado. Su perfil se había desplomado, arrastrando consigo las aceras, los coches y los edificios, a lo largo de una pendiente favorable, cómoda, larguísima. Yo sabía que aquella cuesta abajo no era real, que no podía serlo porque una calle es siempre igual, tan plana o empinada a la ida como a la vuelta, pero aquella muchacha había vuelto a existir en su mundo y ya era hora de que yo volviera al mío. Mis pies avanzaban sin esfuerzo después de un día entero de trabajo, el sol calentaba sin quemar, y el metro volaba sobre los raíles. Tirso de Molina me estaba esperando, y en la sastrería de mi abuelo esperaba también un torero muy joven, muy guapo, muy consciente de su ambición, y de su miedo.
-Buenas tardes -decía mi padre en aquel instante-. ¿Qué desea?
No le dejé seguir.
Me acerqué a él, le puse una mano en el hombro y le miré. Cuando me miró, vi que tenía la cabeza grande, el pelo muy corto, rubio oscuro, los ojos dulces, la nariz recta, los labios apretados, y dos manos enormes de labrador, anchas y ásperas, de dedos largos, gruesos. Tenía también un aire decidido e indefenso al mismo tiempo, como si no estuviera muy seguro de haber dejado de ser un niño, como si acabara de llegar de la fotografía antigua de un pueblo andaluz seco y remoto, como si estuviera dispuesto a tragarse el mundo entero de un bocado, y entonces vi el hilo, la línea que separa la vida de la muerte, tendido entre sus ojos y los míos como un puente de luz, tenso, transparente. Primero vi aquel hilo. Después, por fin, un color.
-Tabaco -le dije-. Tabaco y negro. Y el año que viene estás en los carteles de San Isidro, puedes estar seguro...


Almudena Grandes. "Tabaco y negro" en _Estaciones de paso_. Tusquets, Buenos Aires, 2005.
porque yo me desierto y tú me lluvias
porque me océano y me balsas
porque me otoño y tú me hojas
porque me sótano y me alas
por eso yo te músico y me músicas
por eso yo te potro y tú me frutas
y yo te marinero y me tabernas
y yo te remolino y me lagunas
por eso yo te circo y tú me infancias
por eso te amarillo y me amarillas
y te barco y me arenas
y te astro y me noches
y te buzo y me perlas
y te campo y me flores
por eso yo te viento y tú me crines
por eso te crepúsculo y me auroras
por eso yo te cielo y tú me golondrinas

Pedro Mairal. "Por eso".
Sierva María no entendió nunca qué fue de Cayetano Delaura, por qué no volvió con su cesta de primores de los portales y sus noches insaciables. El 29 de mayo, sin alientos para más, volvió a soñar con la ventana de un campo nevado, donde Cayetano Delaura no estaba ni volvería a estar nunca. Tenía en el regazo un racimo de uvas doradas que volvían a retoñar tan pronto como se las comía. Pero esta vez no las arrancaba una por una, sino de dos en dos, sin respirar apenas por las ansias de ganarle al racimo hasta la última uva. La guardiana que entró a prepararla para la sexta sesión de exorcismos la encontró muerta de amor en la cama con los ojos radiantes y la piel de recién nacida. Los troncos de los cabellos le brotaban como burbujas en el cráneo rapado, y se les veía crecer.


Gabriel García Márquez. _Del amor y otros demonios_. Sudamericana, Buenos Aires, 1994.
Las paredes estaban literalmente heladas. El metal de las persianas, en cambio, se había pasado al otro lado: estaba tan frío que ardía. A veces, por la mañana, pero más que nada en la noche, el viento sonaba como un ser rabioso, metiendo sus cuchillas afiladas por resquicios en los que el aire -su hermano- hubiera sido incapaz de entrar.
Las luces de la planta baja estaban siempre encendidas. Recluido en su cuarto, María hacía gimnasia: cien flexiones de brazos, cien abdominales, una tras otra, lentamente, dedicándole a cada una de ellas la misma entrega, la misma concentración que le hubiera dedicado a Rosa en un beso.
Ya no la extrañaba, pero no pasaba un minuto sin pensar en ella.
Y no quería verla. A veces, incluso, cuando Rosa subía a limpiar los cuartos, a lavar los baños, a pasar la aspiradora, a limpiar los vidrios (ocasiones en las que siempre, como cualquier otra mujer, parecía estar en otra parte), María le daba la espalda. El fantasma quería ser fantasma. En cualquier lugar donde se hubiese ocultado, cada vez que Rosa trabajaba en la mansarda, él (religiosamente) le daba la espalda, como en el feng shui. Su adoración por ella era tan grande que se había vuelto místico para negarla sin morir.

Sergio Bizzio. _Rabia_ Interzona, Buenos Aires, 2005.