Con la ayuda de la voz, evoqué su rostro, su melena de entonces, sus poderosas manos. Retrocedí sin ruido y entré en el cuarto de baño. Me sorprendió la altura del interruptor de la luz, el olor de las toallas, el diseño de la bañera. Me asomé al espejo y vi un rostro ovalado en el interior del cual navegaban unos ojos oscuros. Contemplé la geografía de mi cara por ver si su relieve delataba ya lo que iba a ser de mí. De súbito, una tristeza inconsolable me colocó al borde del llanto. Cogido al lavabo como un náufrago a una tabla, me entregué a las lágrimas con desesperación infantil. Afortunadamente, el hombre maduro que compartía con el niño aquel cuerpo pequeño restó importancia a mi llanto, consolándome con palabras suaves que fueron, poco a poco, devolviéndome a la normalidad.


Juan José Millás. "El clavo del que uno se ahorca", en _Primavera de luto_. Punto de lectura, Madrid, 2001.

0 comentarios: