"Breavman siempre envidió a los antiguos artistas que tenían ideas grandes y aceptadas que servir. Así, podían aplicar el color del oro y escribir de la gloria. La muerte de un dios en escarlata y fulgente dorado a la hoja es muy diferente al derrumbe de un borracho en un triste café, diga lo que diga la literatura marginal.
Nunca se describía como poeta ni a su obra como poesía. el hecho de que las líneas no lleguen al borde de la página no lo garantiza. La poesía es un veredicto, no una ocupación. Detestaba discutir sobre técnicas de versificación. El poema es una cosa sucia, sangrienta, quemante que, antes que nada, debe ser agarrada con las manos desnudas. Alguna vez, el fuego celebró la Luz, el polvo la Humildad, la sangre el Sacrificio. Ahora los poetas son tragafuegos profesionales, que actúan por cuenta propia en cualquier feria. El fuego pasa con facilidad y no honra a nadie en especial."

Leonar Cohen. _El juego favorito_. Edhasa, Buenos Aires, 2009.
"Me convencí de que no había visto nada. Lo había hecho muchas veces con anterioridad (cuando mi padre me pegaba, la primera vez que rompí con Jayne, cuando sufrí la sobredosis en Seattle, cada vez que pensaba en acercarme a mi hijo) y era un experto a la hora de borrar la realidad. Como escritor, me resultaba fácil imaginar una escena más plausible que la que en realidad se había representado. Por lo tanto, sustituí los escasos diez minutos de montaje -que comenzaban en el jardín de los Allen y terminaban conmigo empuñando un arma en el cuarto de mi hijo mientras un coche de mi pasado desaparecía por la calle Bedford- por otra cosa. Tal vez mi mente había empezado a divagar mientras escuchaba las voces crispantes a la mesa de los Allen. Tal vez la marihuana había creado esas manifestaciones que supuestamente había presenciado. ¿Creía lo que había visto anoche? ¿Cambiaba algo que lo creyera? ¿Sobre todo teniendo en cuenta que nadie más me creía y que carecía de pruebas? Como escritor presentas tendenciosamente todas las pruebas en favor de las conclusiones que deseas alcanzar y rara vez te inclinas por la verdad. Pero puesto que la mañana del tres de noviembre la verdad era irrelevante -porque la verdad había sido inhabilitada-, me sentí libre de inventar otra película. Y puesto que se me daba bien inventar cosas y detallarlas meticulosamente, otorgándoles todo el efecto y brillo necesarios, comencé a realizar una película nueva con escenas diferentes y un final más feliz que no me dejara temblando en el cuarto de invitados, solo y asustado. Pero eso es lo que hace un escritor: su vida es una vorágine de mentiras. Centra su punto focal en el adorno. Es lo que hacemos para complacer a los demás. Es lo que hacemos para escapar. La vida física de un escritor es básicamente estancamiento y para combatir dicha limitación hay que construir un mundo y un yo distintos a diario. El problema al que me enfrentaba esa mañana consistía en que debía componer una alternativa pacífica al terror de la noche anterior, cuando gran parte de la vida de un escritor consiste en fomentar el drama y el dolor y, además, la derrota es buena para el arte: si era de día lo transformábamos en noche, si era amor lo convertíamos en odio, la serenidad devenía caos, la amabilidad se volvía brutalidad, Dios pasaba a ser el diablo y una hija una puta. A mí se me había recompensado de manera desmesurada por participar en este proceso y a menudo las mentiras escapaban de mi vida de escritor -una esfera de conciencia estanca, un espacio suspendido fuera del tiempo donde las falsedades flotaban en la blancura de una pantalla vacía- y se colaban en la parte de mí táctil y viva. Pero reconozco que ese tercer día de noviembre me encontraba en un punto en que creía que las dos partes se habían fundido y ya no distinguía una de otra.
O al menos, eso me decía a mí mismo. Porque no me engañaba. Sabía lo que había ocurrido la noche anterior.
Anoche era la realidad."

Bret Easton Ellis. _Lunar Park_. Mondadori, Barcelona, 2006.
"(Garabatos escritos en el margen algunas semanas después, para uso de novelistas: "Durante tres latidos, el cuerpo de ella se fundió con el cuerpo del otro encima de ella. Sus uñas se clavaron en el cabello del otro. De su garganta surgieron gritos, y ella escuchaba la voz del otro susurrarle palabras extrañas, incomprensibles. Un cuarto de hora después estaba sola. A través de los cristales rotos penetraba el sol en amplios haces de luz. Se estiró y gozó de la pesadez de sus miembros. Se pasó la mano por los mechones de cabello revueltos de su frente. De pronto sintió con una claridad inquietante cómo otra mano, la mano del amigo lejano y quizás muerto hace tiempo ya, le acariciaba el cabello. Sintió hincharse algo dentro de ella, llenarse hasta rebosar. Las lágrimas le cayeron en torrente de los ojos. Se revolcó en la cama dando puñetazos al colchón. Se mordió las manos, los brazos, hasta llenarse de moratones. Aulló con la cara pegada a la almoada y deseó morir.")."


Anónima. _Una mujer en Berlín_. Anagrama, Barcelona, 2005.
Conradin tenía diez años y el doctor había pronunciado su opinión profesional de que no podría vivir cinco años más. El doctor era suave e incapaz, y su opinión no contaba mucho, pero era reforzada por Mrs. De Ropp, cuyas opiniones contaban sobre casi todo. Mrs. De Ropp era prima y guardiana de Conradin, y a sus ojos ella representaba esos tres quintos de mundo que son necesarios, desagradables y reales; los otros dos quintos, en perpetuo antagonismo con los anteriores, estaba representados por él mismo y su imaginación. Uno de esos días, Conradin supuso que sucumbiría a la presión dominante de cosas cansadoras y necesarias, tales como la enfermedad y las cariñosas restricciones y el prolongado aburrimiento. Sin su imaginación, que era desenfrenada por el estímulo de la soledad, habría sucumbido hacía mucho tiempo.
Mrs. De Ropp nunca se habría confesado, en sus momentos más honestos, que Conradin le desagradaba, aunque podría haber sido vagamente consciente de que molestarlo -por su bien- era un deber que no le resultaba particularmente fastidioso. Conradin la odiaba con una desesperada sinceridad que podía enmascarar perfectamente. Los pocos placeres que podía lograr para sí mismo adquirían un atractivo especial por la probabilidad de que serían desagradables para su guardiana, y del reino de su imaginación ella estaba expulsada, una cosa sucia que no podría entrar.


Saki. "Sredni Vashtar" en _Cuentos escogidos_. Claridad, Buenos Aires, 2007.
Llueve. Siempre.
A veces muy poco, como agua que flotara. Otras, muchas, es una pared líquida que golpea la cabeza.
Sólo esa puede tomarse. Una vez que cayó, está impura. "Contaminada" es la palabra que usan los viejos.
Se camina sobre el barro, entre grandes pilas de hierros, escombro, plástico, trapos podridos y latas oxidadas.
De tanto en tanto las nubes se abren un poco, y brillan pedazos de vidrio rotos, nunca más grandes que una uña. Algunos los usan para hacer puntas de cuchillos, pero son demasiado frágiles.
Un viejo tiene un cuchillo de vidrio, que utiliza solamente para cortar carne, nunca para la pelea. Los demás usan latas o hierros afilados.
Alguna paja braba corta el basural. Arbustos, nunca más altos que un hombre, con espinas, con unas hojas minúsculas y negras.
Y hongos, que salen por todos lados.


Rafael Pinedo. _Plop_. Interzona, Buenos Aires, 2004.
Bonifacia se calzó, velozmente, el izquierdo no entraba, caramba, se puso de pie, fue hacia la puerta, insegura, temerosa sobre los tacones, abrió y Josefino le estiraba la mano, una bocanada de aire hirviente, Lituma, chorros de luz. La habitación se oscureció de nuevo. Lituma se quitaba la guerrera, venía medio muerto, primos, el quepí, que se tomaran una algarrobina. Se desplomó sobre una silla y cerró los ojos. Bonifacia pasó a la habitación contigua y Josefino, tendido en una estera junto a José, ese maldito calor que embrutecía a la gente. Por los postigos se filtraban prismas de luz acribillados de partículas y de insectos, y afuera todo parecía silencioso y deshabitado como si el sol hubiera disuelto a los churres y a los perros callejeros con sus ácidos blancos. El Mono se apartó de la ventana, eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo timbear, sólo culear, eran los inconquistables y ahora iban a chupar, pero ellos sólo cantaron después de la primera copa de algarrobina.


Mario Vargas Llosa. _La casa verde_. Alfaguara, Buenos Aires, 2008.
Lo sabía todo de él. Conocía sus lecturas infantiles en la cama antes de dormir; su cara cuando iba a lavarse los dientes; su voz sonora, un poco trémula, cuando, ataviado de gala, empezaba su conferencia sobre la radiación de neutrones. Sabía que le gustaba el borsch ucraniano con judías, que gemía suavemente cuando se cambiaba de lado mientras dormía. Sabía que gastaba rápido el tacón de la bota izquierda y que ensuciaba los puños de las camisas; sabía que le gustaba dormir con dos almohadas; conocía su miedo secreto a atravesar las plazas de las ciudades; conocía el olor de su piel, la forma de los agujeros en sus calcetines. Cómo canturreaba cuando tenía hambre y esperaba la comida, qué forma tenían sus uñas de los dedos gordos del pie, el diminutivo con el que le llamaba su madre cuando tenía dos años; su modo de caminar arrastrando los pies; los nombres de los niños con los que se pegaba cuando estudiaba el último curso preparatorio. Conocía su carácter burlón, su costumbre de fastidiar a Tolia, a Nadia, a sus colegas. Incluso ahora, que casi siempre estaba de mal humor, Shtrum la pinchaba porque la mejor amiga de ella, Maria Ivánovna Sokolova, leía poco y una vez, conversando, confundió a Balzac con Flaubert.
Sabía hacer rabiar a Liudmila de manera magistral, siempre la sacaba de quicio. Y entonces ella, enfadada y seria, lo contradecía, defendiendo a su amiga:
-Siempre hace befa de las personas que quiero. Mashenka tiene un gusto infalible y no necesita leer demasiado, sabe lo que es sentir un libro.
-Por supuesto, por supuesto -decía él-. Está convencida de que Max y Moritz es una novela de Anatole France.
Liudmila conocía su amor a la música, sus opiniones políticas. Una vez lo había visto llorando, lo vio desgarrarse la camisa y, enredándose en los calzoncillos, saltar hacia ella a la pata coja, con un puño levantado, dispuesto a golpearla. Conocía su rectitud inflexible y valerosa, su inspiración; lo había visto declamar versos; lo había visto tomar laxantes.


Vasili Grossman. _Vida y destino_. Lumen, México, 2008.
Con la ayuda de la voz, evoqué su rostro, su melena de entonces, sus poderosas manos. Retrocedí sin ruido y entré en el cuarto de baño. Me sorprendió la altura del interruptor de la luz, el olor de las toallas, el diseño de la bañera. Me asomé al espejo y vi un rostro ovalado en el interior del cual navegaban unos ojos oscuros. Contemplé la geografía de mi cara por ver si su relieve delataba ya lo que iba a ser de mí. De súbito, una tristeza inconsolable me colocó al borde del llanto. Cogido al lavabo como un náufrago a una tabla, me entregué a las lágrimas con desesperación infantil. Afortunadamente, el hombre maduro que compartía con el niño aquel cuerpo pequeño restó importancia a mi llanto, consolándome con palabras suaves que fueron, poco a poco, devolviéndome a la normalidad.


Juan José Millás. "El clavo del que uno se ahorca", en _Primavera de luto_. Punto de lectura, Madrid, 2001.
El cohete, instalado en la plataforma de lanzamiento, soplaba rosadas nubes de fuego y calor de horno. El cohete se alzaba en la fría mañana de invierno, creaba verano con cada aliento de los poderosos escapes. El cohete transfromaba los climas, y durante unos instantes fue verano en la tierra...


Ray Bradbury. _Crónicas marcianas_. Minotauro, Barcelona, 2002.
En Caballito, donde arrancó nuestro sueño de salvación de la patria, los chicos todavía recogen el Sugus que se les cayó al suelo, sin el papelito, y se lo meten en la boca. Y lo chupan para sacarle todo el jugo y no se han muerto. No es para tanto tomar un caramelo del piso. No es lo que se dice. Sus padres los toman de las orejas, o los tironean del brazo para cruzar Rivadavia al 4900 por la mitad de cuadra, para entrar recto a las galerías. Y si los nenes piden helado, compañeros, los padres no les compran. Y si la abuela se muere les dicen: vestite, la abuela se murió. También hay abrazos en esa zona, con los goles que se hacen los domingos a unos arcos armados con dos remeras en el Parque Centenario, y cierta productividad cultural de mirar fotos el día que entierran a la abuelita. Así la queremos recordar, soplando velas, la vieja, con un flashazo en la cara.
En el otro lado de la vida, acá, en los geriátricos de Palermo, a los ancianos también los enferman de productividad. No es sólo que los ponen a tejer, los vuelven alfareros a los ochenta años. Nadie se va de acá sin su cenicero de crealina, les dice el de la cochería. En Caballito no. Los viejos miran la calle desde una ventana con herrajes negros, sentados en sillas de mimbre durante mil horas hasta morirse con los labios húmedos y la barba crecida. En Caballito se mira la calle por última vez.


Esteban Schmidt. _The Palermo Manifiesto_. Emecé, Buenos Aires, 2008.