Con la distancia las palabras se desgastan, van perdiendo la aspereza de sus señas, silla ya no es la desvencijada silla de paja a la que Diana se encaramaba para mirar por la ventana en la casa de su abuela ni la veleidosa e incómoda en la que alguien (que tampoco es, en rigor, la persona de ahora) se sentaba a escribir en el tiempo en que la historia de Leonora -y otras historias- aún no habían devastado su cara y su alma. A veces quedan retazos, el fulgor de las cosas acechando en la palabras, un vestigio de antiguas panaderías aromando fugazmente la palabra pan, una avalancha de aire jubiloso en ventarrón. O hay palabras afortunadas -brumoso, sombra, pájaro, mar- que guardan en su música el hechizo intacto de todo pájaro o del mar. Pero casi siempre las palabras devienen algo terso, más melodioso o menos desdichado o más emblemático que aquello preciso que les dio origen.

Liliana Heker. _El fin de la historia_. Alfaguara, Buenos Aires, 1996.

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