El primero de junio del año pasado Fontamara quedó, por primera vez, sin luz eléctrica. El dos de junio, el tres de junio, el cuatro de junio, Fontamara siguió sin luz eléctrica. Y así también en los días sucesivos y en los meses sucesivos, hasta que el pueblo volvió a acostumbrarse al régimen de la claridad de la luna. Para llegar de la claridad de la luna a la luz eléctrica, Fontamara había necesitado un centenar de años, pasando por el aceite de oliva y el petróleo. Para volver de la luz eléctrica a la claridad de la luna, le bastó un anochecer.
Los jóvenes no conocen la historia, pero nosotros, los viejos, la conocemos. Todas las novedades que en setenta años nos trajeron los piamonteses se reducen, en definitiva, a dos: la luz eléctrica y los cigarrillos. La luz eléctrica han vuelto a quitárnosla. ¿Y los cigarrillos? Que se atragante el que los ha fumado siquiera una vez. A nosotros siempre nos ha bastado la pipa.

Ignazio Silone. _Fontamara_. Losada, Buenos Aires, 1962.
Uno está solo. Uno compra un dulce para vengarse de la soledad. Uno está solo y lee, para buscar la compañía de otro que también está solo y por eso escribe. Uno está solo con su piel de solo, una piel de granitos. Una tiene novio, marido o amante, porque dice que la soledad a dos es más soportable, pero la soledad es siempre la misma, endúlcela o no. Uno tiene hijos porque cree que son ellos los que uno cree que harán olvidar cuán solos estamos, pero un día han crecido y uno reafirma que es el culpable de la soledad de sus hijos. El parto es el acto de soledad más grande de la vida, porque hay un ser que te abandona, que dejó de ser tú. Un ser que se sintió muy solo dentro de ti. Y nos cae encima el peso de la muerte, todo el peso de la vida. ¡Ese terror tan solitario! Uno está solo y mira al teléfono. Escuchas música con placer sadomasoquista de estar todavía más solo. Uno está terriblemente solo y mira a través de la ventana, siempre habrá una ventana para cada solo, y un smog de soledad se cuelga por las chimeneas.

Zoé Valdés._Sangre azul_.Emecé Editores, Buenos Aires, 1998.
¿INCOLORO? ¡DE NINGÚN MODO!
(Homo lo pone todo negro)

TODO puede tener un color negrísimo, pues Homo lo pone
TODO negro: sus slips, sus sostenes, sus jérseis, sus bikinis, sus
corpiños, sus ponchos, sus kimonos
TODO: sus vestidos (de luto), sus smokings (de solemnes momentos)
e incluso sus boros, sus oros (de pozos) y sus toros,
sus petróleos, sus espinos,
sus humos, sus humores,
sus cuervos, sus diez negritos,
sus comercios ilícitos, sus porvenires tristes,
sus noches sin luz, sus eclipses,
sus mirlos comunes, sus conjuros luciféricos, sus líquidos de
escribir,
sus borrones, sus errores, sus signos ininteligibles en sus escritos,
sus viejos discos de Jorge Negrete,
su rey preferido del trío del seis de Enero,
sus tés con tueste después de secos,
sus dineros no intervenidos por el fisco,
sus infortunios en el túnel que concluye en muerte y, en el
infinito...
¡el negro, el Negro, el Negro!

¿INCOLORO? ¡DE NINGÚN MODO!
Georges Perec. _El secuestro_ Anagrama, Barcelona, 1997.
Se volvió y la miró como si fuese por última vez, como quién repite un gesto inmemorialmente irremediable. Ìntimamente, hubiera preferido no haberlo hecho; pero al llegar a la puerta sintió que nada podría evitar la reincidencia de esa escena tantas veces relatada en la historia del amor, que es la historia del mundo. Ella lo miraba con una mirada intensa, en la que había incomprensión y anhelo, como pidiéndole, al mismo tiempo, que no se fuese y que no dejase de partir, por aquello de que todo era imposible entre ambos.
La vio así por un tiempo, en su belleza morena, real pero distanciándose ya en la penumbra del ambiente que para él era como la luz de la memoria. Quiso prestarle un tono natural a la mirada que le dirigía, pero fue en vano pues sentía que todo su ser se evaporaba en dirección a ella. Más tarde le parecería no recordar ningún color en aquel instante de separación, pese a la lámpara rosa que debía estar encendida. Recordaría haberse dicho que la ausencia de colores es completa en todas las rupturas.
Sus miradas fulguraron por un momento de uno hacia el otro, después se acariciaron con ternura y, finalmente, se dijeron que no había nada que hacer. Le dijo adiós con dulzura, giró y cerró de golpe la puerta sobre sí mismo en una tentativa de seccionar esos dos mundos que eran él y ella. Pero el brusco movimiento de cerrar le prendió entre las hojas de madera el espeso tejido de la vida, y él permaneció retenido, sin poder moverse del lugar, sintiéndo formarse el llanto muy lejos en su interior hasta subir en busca de espacio, como un río que nace.
Cerró los ojos, intentando adelantarse a la agonía del momento, pero el hecho de saberla allí a su lado, separada de él por categóricos imperativos de sus vidas, no le daba fuerzas para desprenderse de ella. Sabía que aquella era su amada, por quién había esperado desde siempre y a quién durante muchos años había buscado en cada mujer, en medio de la más terrible y dolorosa búsqueda. Sabía también que el primer paso que diese pondría en movimiento su máquina de vivir y que él, como un autómata, saldría, comenzaría a andar, a hacer cosas, distanciándose cada vez más de ella, cada vez más...
Mientras tanto allí, a pocos pasos, estaba su forma femenina que no era ninguna otra forma femenina que la de ella, la mujer amada, aquella que él bendijera con sus besos y agasajara en los instantes de amor de sus cuerpos. Procuró imaginarla en su doloroso mutismo, envuelta ya en su propio espacio, perdida en medio de sus propias reflexiones, un ser desligado de él por el límite existente entre todas las cosas creadas.
De pronto, sintiéndo que estaba a punto de estallar en lágrimas, corrió hacia la calle y comenzó a andar sin rumbo...

Vinicius de Moraes. "Separación", en _Para vivir un gran amor_. Ediciones de la Flor, 1970.